Mié 05.01.2005

CONTRATAPA

Ser de juguete

Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona

UNO Se suele afirmar que los niños experimentan por primera vez la realidad de la muerte cuando se les muere un hamster o un abuelo o –horror de horrores– un compañerito que, de inmediato, adquiere en los patios de los recreos un textura gótica y legendaria. Es posible. Pero creo que hay una instancia anterior y es el deceso de un juguete. Los juguetes son seres de vida breve, pero intensa y, claro, acaban rompiéndose o, mejor dicho, empezamos rompiéndolos. En especial los primeros que recibimos; porque entonces somos tan torpes; porque todavía no dominamos siquiera ese juguete que es el propio cuerpo y que, yupi, es un juguete con batteries included. Uno tras otro van falleciendo por autopsia. Porque los queremos tanto que necesitamos saber cómo funcionan y qué tienen adentro. Sí, en el principio todos fuimos asesinos seriales.

DOS Y, seguro, ya tiene que existir la tesis universitaria o el libro que cuente la historia de la Humanidad a través de la evolución de los juguetes. Pocas cosas son más adultas y reflexivas en este sentido que los juguetes: dime con qué jugabas o juegas –láser o plomo o madera– y te diré qué casillero acabaste ocupando en el tablero de la vida. Mi generación –nací en el ’63– es una generación bisagra: aquella donde se alcanzó la máxima evolución del juguete primitivo: mecanos, muñecas, juegos de mesa y los nunca del todo bien ponderados Legos que nos convertían en lo más parecido a Dios –¡Génesis! ¡Apocalipsis!– y que ya no son lo que eran, porque ahora vienen con todo hecho y demasiado cerca del Playmobil. Fuimos la última camada en privilegiar los juguetes unplugged porque, enseguida, el plástico y el metal se llenó de pilas y de cables y controles remotos y, de pronto –mientras decíamos adiós a todo aquello–, se impuso sin esfuerzo, el inesperado milagro de que las computadoras ya no eran eso que destruía el mundo en las películas sino que construían el ocio en los livings. Y así ocurrió algo extraño que es lo que sigue ocurriendo ahora cada vez con mayor intensidad: la influencia de los juguetes se prolongó porque se prolongó la infancia. Porque los juguetes de los niños de hoy son también los juguetes de los adultos. Y los juguetes de los adultos –teléfonos móviles, laptops, autos, iPods, etc.– cada vez tienen un diseño más infantil. Se ha producido un extraño crossover en el que padres e hijos combaten codo a codo y joystick a joystick en las mismas playas o callejones informáticos, aniquilando vampiros o nazis, matando el tiempo hasta que –cada vez con más páginas– llegue la nueva aventura del brujo Harry Potter.

TRES Leía sobre todo esto en un artículo de The New York Times de semanas atrás: la preocupación de sociólogos y psicólogos e historiadores sobre los efectos a breve plazo de esta infancia desmesuradamente informática y virtual y solipsista. Una cosa está clara: el juguete como herramienta sostenida por el musculoso brazo de la imaginación ha sido suplantado por el juguete como sistema nervioso afuera del cuerpo. Algunos predicen armagedones precoces protagonizados por pequeños mesías tecnológicos. Otros, en cambio, dicen que el asunto no es tan grave y que el envase no modifica el producto. Que esa niñez idealizada que defienden los alarmistas en realidad nunca existió; que no es otra cosa que una sublimación de un ideal que nunca tuvo lugar, salvo en las mentes bizarras y febriles de ciertos narradores victorianos (época en la que se inventó el concepto con el advenimiento de la clase media y los pequeños dejaron de ser apenas una fuerza de trabajo tan débil como barata); y que la infancia seguirá siendo, por siempre, infantil. Libros recientes como The Scientist in the Crib (El científico en la cuna) apuestan por una pronta asimilación de semejante caudal tecnológico en los clásicos y eternosbajitos. Unos y otros coinciden, sí, en que el asedio y asalto consumista a la ciudadela de los niños jamás ha sido tan bestial y que ahí reside el verdadero peligro. Una psicotizante e insaciable carrera armamentística en la que juguetes cada vez más caros envejecen cada vez más rápido y donde cada quien atiende su juego porque todos los juegos juegan a lo mismo: a hipnotizarnos.

CUATRO Y créanme: he visto niños zombies poseídos por el síndrome de abstinencia cayendo de rodillas y sollozando piedad a sus padres rogándoles porque los dejen regresar ya a su video-game, porque el planeta los necesita, porque los aliens de una galaxia distante arrasarán todo si ellos no lo impiden. Y no miento: un amigo me comentó el otro día –con un brillo raro en sus ojos– que se había bajado de Internet los últimos “programas nostálgicos”; unos combos con Space Invaders y Pac Man y Donkey Kong y Asteroids y, por supuesto, aquel primer y prehistórico tenis. Los especialistas ya se refieren a esto como retrotecnología o el placer de jugar a lo viejo –que no es lo viejo sino el espejismo de un pasado antiguo, pero tan cercano, porque la historia y las edades de las máquinas es más nueva y son más breves– en soportes de última generación. Ahora que lo pienso, sí, algo que bien podría ser el equivalente de la cirugía plástica para las computadoras domésticas: el lifting de programas jóvenes revisitados desde las arrugas de la experiencia de hard-disks cada vez más veloces.

CINCO Escribo esto en los días en que se oye el sonido de los camellos de los Reyes Magos aproximándose a su destino. En España, Melchor y Gaspar y Baltazar son mucho más importantes –cotizan más y mejor– que Papá Noel y que el mismísimo niño Jesús. Todos les escriben cartas cada vez más parecidas a esos S.O.S. que se meten en botellas y que se arrojan a los océanos de espantos siempre adultos, siempre contaminados por actitudes que solemos atribuir a niños maleducados y caprichosos. Una cosa está cada vez más clara: no hemos sabido leer las instrucciones para el uso de ese juguete que es el planeta. Y así –del mismo modo en que alguna vez disfrutamos fundiendo soldaditos y reventando autitos– ahora tenemos bombas y balas y fuego y piedras y, de tanto en tanto, una catástrofe supuestamente “natural” que nos recuerda que esta pelota en la que vivimos y jugamos haciendo trampa es la verdadera dueña de la pelota.
Y que –cuando cae la noche y es hora de volver llorando a casa– los que acaban rotos somos siempre nosotros.

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