Mar 15.03.2005

CONTRATAPA

Los hermanos

Por Rafael A. Bielsa

Y pensar que yo creía que eran el día y la noche! Caruso y Nino, los hermanos de mi madre, mi padrino Caruso y Nino, el padrino de mi hermano Marcelo. Caruso, el moro, el ecuánime, el sereno, y el rubio Nino, tan rubio como los gringos friulanos de aquellos campos del norte de Córdoba, el antojadizo, el exaltado.
Mi abuelo Antonio había muerto cuando Caruso, mi madre y Nino eran algo más que niños, y Caruso se había transformado en una especie de padre sustituto. Tenía una mirada llena de afecto que la compasión hacía todavía más luminosa, y no había noticia o confidencia que le hicieran perder la calma y el buen juicio. Bajo los cielos azules e inanimados de las siestas de mi niñez, siempre estaba Caruso con un libro que me convenía leer, con un dato que me interesaba profundizar, con su voz ronca tarareando un tango.
En cambio Nino, así me lo parecía, era todo lo contrario. En el esquema familiar posterior a la muerte de mi abuelo, le había tocado el rol del hijo menor, y yo –que era el mayor de mis hermanos– atribuía a aquello su carácter volcánico y caprichoso, su infatigable postura de polemista, sus alegrías alborotadoras y sus enojos tonantes.
Caruso entraba en la corriente de la vida como quien no quiere la cosa, pidiendo permiso con sus ojos sin dobleces, y Nino lo hacía zambulléndose, haciendo reír, hipnotizando.
Cuando desde mi habitación, muy temprano en la mañana, escuchaba en el patio la aflicción de la bomba que extraía agua de la tierra, o el ruido del balde escalando desde el fondo del pozo, podía saber por la parquedad o la exuberancia de los sonidos cuál de mis dos tíos se había despertado primero.
La memoria vuelve más felices los asuntos de la niñez porque entonces casi todo era absoluto, y porque los niños prefieren la intransigencia. Recuerdo el verde absoluto de la parra que daba sombra al patio de mi abuela Marina, las lluvias absolutas que se derramaban con bramido de cataclismo por los canalones que bajaban del techo, las noches absolutas con sus estrellas incautas, el afecto absoluto que se prodiga a los amigos. Caruso me hacía aspirar a la bondad y me parecía que en el mundo de donde él venía los sentimientos y los accidentes del territorio eran armónicos y periódicos. Nino, en cambio, te ofrecía el sendero escarpado de los sentidos múltiples, de lo dicho entre dientes, de los vientos impiadosos de la intemperie. Y sin embargo...
“Querida Fanny”, empieza una carta fechada en Morteros, el 31 de agosto de 1981. La envió mi tío Nino a su “media hermana” Fanny Order, y llegó a mis manos casi veinticinco años después, precedida de deslices, de desencuentros, de inconcebibles casualidades. “Cuando tras la operación de pulmón de Caruso, que culminó con la extirpación de dos tercios, me entrevisto con el médico y le exijo que me haga un pronóstico de tiempo, al que le escapa en principio pero al final me tira el plazo de ‘no más de seis meses’, allá a principios de mayo, se me cae la estantería arriba, pero también me hago una composición de lugar de lo más fría y necesaria”. ¿”Fría” y “necesaria”?, me pregunté con impaciencia cuando leí la carta por primera vez. Esas no eran palabras de Nino. Nino agarraba cualquier situación por el cuello, la retorcía, le arrancaba notas musicales, quejidos, disgustos, beneplácitos, pero la necesidad como argumento y la frialdad como abordaje no eran propias del hermano menor de mi madre.
Pero tampoco era propio del hermano mayor de mi madre, Caruso, tratar de darle la espalda a la muerte, que tan bien conocía y sin embargo, cuando se enteró luego de la operación de que el médico que lo visitaba era un oncólogo, se sorprendió con tanta inconciencia de su propia enfermedad que las lágrimas se le vinieron a los ojos, una reacción que yo hubiese esperado de Nino, no de él.”Soy consciente de que quedo como último hombre; que mi cuñada deberá afrontar las peores circunstancias; que mis dos sobrinas de 16 y 15 años dejarán de tener la orientación direccional del padre que yo, por más que quiera, no podré sustituir”, continúa la carta a Fanny. “En fin, todo lo que imaginás. Allí también me juramento mantenerme en pie, como ya lo tuve que hacer en otras oportunidades. No estoy desagradecido con la vida, pero tampoco tengo mucho que agradecerle por lo que me haya regalado. Siempre me exigió sacrificio y laboriosidad; dedicación, responsabilidad, etcétera, sin regalarme ninguna lotería ni prode. Me llevó a mi padre cuando tenía 12 años, el mismo día que los cumplí, y desde allí Caruso pasó a ocupar discretamente su lugar. Por eso tuve que templarme desde temprano. Por ello me preparé para esperar todo de pie.”
¿Con qué autoridad llega hasta mí una carta, un cuarto de siglo después, para desbaratar tanta memoria venerable?, comencé por preguntarme. Poco tiempo después de Caruso murió Nino, y recuerdo que mi madre me dijo: “Me he quedado sola”. Yo estaba abrazándola, y sus palabras me hicieron sentir tan baldío en el alivio que intentaba darle, que las comprendí al instante.
He releído la carta. Pienso en los hermanos, en cómo solemos reducir nuestra existencia a sí misma, en lo desconsiderados que somos cuando alguno se atreve a salirse de su vaina. A veces nos miramos, y esperamos vislumbrar a través de las indiscreciones alguna imagen secreta y ajena que no existe. A veces buscamos consolarnos de nuestras bajezas sintiéndonos inmunes a lo que creemos son las de los otros. A veces nos asaltan los escrúpulos de Dios, y los ocultamos afanosamente. Y sin embargo...
Pienso en mis dos hermanos y en mí, en tantas afinidades que se transforman en discordias, en la piedad que trae consigo la conclusión de que la verdad es fugaz, en el amor que nos privamos de dar por aquello que llamamos diferencias.
A veces, dominados por un ímpetu acongojado de cariño, buscamos con impaciencia debajo de cualquier piedra. Pero es sólo pereza, pereza y pudor. Cuando lo advertimos, el momento ya ha pasado para siempre. Tal vez, pasados veinticuatro o veinticinco años, si los deslices, los desencuentros, las casualidades así lo quieren, algo se restaurará. Pero es posible que ya no estemos.

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