Vie 10.05.2002

CONTRATAPA

Flashes

› Por Rafael A. Bielsa

El lunes 15 de abril de 2002 pronuncié una conferencia para abogados en el hotel Four Seasons, cuyo título según el programa era “Constitucionalidad de las normas de emergencia”.
No tiene la menor importancia, frente a lo que luego sucedió, mi posición doctrinal ante la emergencia. Sólo para que se comprenda lo que continúa, diré que el argumento a desarrollar consistía en que, si para la Corte Suprema el Plan Bonex de 1990 (decreto 39/90) era constitucional –cosa que declaró en el caso “Peralta”–, yo no veía las razones para que fuera inconstitucional la ley de emergencia de 2002 (Nº 25.561) –según la flamante postura adoptada en el llamado caso “Smith”–.
Por otra parte, si al 31 de enero de 2002 las disponibilidades que tenían los bancos ascendían a 5787 millones de pesos y 4279 millones de dólares, mientras que los depósitos a la vista eran de 22.140 millones de pesos y 14.492 millones en dólares estadounidenses, la solución “a la Argentina 2002” (como lo ha expresado insuperablemente Mario Wainfeld), consistente en que sólo cobren los que se avivan primero o encuentran jueces más accesibles, excluye al 85 por ciento del resto de los ahorristas que tienen el mismo derecho.
Comencé a leer con una implacable luz halógena que hacía colgar de mis pestañas un telón de harina candeal, mientras el fotógrafo del evento gatillaba un flash cuyas explosiones insonoras pasaban a la parte de atrás de mi retina como sombras azules en estampida.
A los cuarenta y cinco minutos de exposición, un murmullo creciente que provenía desde la platea, el abrir y cerrarse de las puertas del fondo del salón, y una voz exaltada de mujer hicieron que me detuviera. Era evidente que algunos –ignoraba cuántos– no estaban dispuestos a seguir escuchando lo que oían. “Debido a que en estas condiciones no se puede seguir adelante –dije–, propongo que el moderador dé la palabra a quienes quieran manifestarse, y abramos el debate ya.”
Mientras que el micrófono inalámbrico hacía surf por sobre algunas manos, rumbo a quien tomaría la palabra, pensé en nuestro pobre país, en esta patria donde el razonamiento no compartido luce en los oídos de quienes padecen como un objeto suntuario. Recordé unas palabras de Foucault: “El trabajo del pensamiento no es el de denunciar el mal que habitaría secretamente en todo lo que existe sino el de presentir el peligro que amenaza en todo lo que es habitual, y el de volver problemático todo lo que es sólido”. Pensé con tristeza que eso sería en Francia y entonces, no en la Argentina y ahora.
Me preguntaban y respondía. No se trataba de argumentos, susceptibles de refutación, lo que me presentaban, sino básicamente de sentimientos, a los que sólo se puede adherir o no. Por fracciones de segundo, las consultas me hacían sentir sentado en el umbral de una casa en ruinas, mirando la bruma elevarse tupida y vidriosa de las riberas enfangadas del río Dniéster, como si aquellas personas que hablaban no fuesen mis compatriotas, y como si lo que nos contuviera no fuese el mismo país, el nuestro. Me pareció oír el galope de los cosacos de Taras Bulba precipitándose a caballo al precipicio desde lo alto de la tercera margen del río. Como si no oyeran el tumulto, el razonamiento y el método pasaban violentamente por entre la bruma, guiados por un arcángel en ascuas.
No soy una persona inclinada a ver las culpas de los otros sino en todo caso a pensar en qué puedo haberme equivocado. Entre peticiones de principios y una bronca informe y omnipotente, trataba de ver el rostro de mis pobres compatriotas, tan pobres como yo, y me pareció que todavía no habían aceptado desempeñar el papel de un pueblo vencido, que todavía no se habían decidido a saltar y a palmotear sobre los despojos de sus ilusiones, que se resistían a arrojar pétalos de flores sobre las cabezas de los vencedores. Tal vez, según el relato de Curcio Malaparte, miscompatriotas –como los napolitanos que a finales de la Segunda Guerra recibieron a los ejércitos liberadores– en medio de la derrota no se sienten vencidos. Acaso, como aquellos napolitanos, ambiguamente no nos sentimos ni libres ni vencidos. Tal vez nuestro orgullo de soldados de mil batallas perdidas frente a las promesas hace que no juzguemos que estamos vencidos. Es curioso que pensara así, porque en aquel intercambio yo ocupaba el papel asignado a los vencedores, pero tal como lo sentí, lo relato.
Una mujer me preguntó algo, dolida y compuesta. Se llega a la desolación luego de un camino sembrado de congojas, pero la desolación proporciona un lugar desde donde hablar es fluido. La desolación hace al sufriente propietario de una verdad, y sobre sus hombros es elocuente. Enfrente de mí había un reino oscuro que se hacía cada vez más profundo, un infierno crecientemente accesible, hipnótico y magnético, del que de cuando en cuando brotaba un resplandor neutro y fugitivo, que se encendía repentinamente. Nuestro propio infierno, tan temido. Un país salido de madre, que ha reemplazado la lógica centrífuga del lavarropas que incluye, por la lógica centrípeta del desconcierto que expulsa. Un país donde la palabra pública se ha vaciado de autoridad y la política mejor intencionada –supuesto caso de que la haya– ni es matarife, que mata para alimentar, ni cirujano, que corta para curar. Con mucho, hace de paramédico, un administrador de alivio entre moribundos.
Cuando me iba, por el pasillo de la derecha según se entra al recinto, entre colegas que me daban la dirección de correo electrónico para recibir el texto completo de la conferencia y circunstantes que me formulaban las preguntas del final, miré a los ojos de una mujer que me dijo, casi en un murmullo: “Te debería dar vergüenza”.
Pasé mucho tiempo de mi adolescencia en la casa de un amigo cuya familia tenía un caniche que se llamaba Caddie. Se trataba de un animal hipocondríaco y fanático, un falso viejo. Siempre he tenido un gracioso atractivo para los niños, los animales y las mujeres sin demasiada gracia. Y sin embargo, para mi contrariedad, bastaba con que Caddie me viese aparecer por aquella bella casa de mármoles opalescentes para que hiciese su número de perseguido étnico, como si me lo fuese a comer. Casi oculta entre la gente, sin haber pedido la palabra durante el debate, aquella mujer tenía el mismo hocico compungido y adúltero del caniche.
A la argumentación le insume 2000 años convencer de su valía, pero basta desconocerla para volver 2000 años atrás. Sin embargo, y por todo lo que he escrito, les pediría disculpas a aquellos a los que violenté aquel lunes con mis ideas si no fuera porque, después, no me lo podría perdonar.

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