CONTRATAPA
El caso Russell
› Por Sandra Russo
Corría 1940 y la Universidad de Nueva York se había quedado sin dos profesores de Filosofía. Surgió, como candidato, el nombre de Bertrand Russell, que estaba enseñando en la Universidad de California. Faltaba todavía una década para que a Russell le fuera otorgado el Premio Nobel de Literatura, pero su nombre ya estaba revestido con el más sólido de los prestigios. La Junta de Educación Superior de la universidad aprobó inmediatamente el nombramiento, fue hecha la oferta y fue aceptada. Russell iba a encargarse de tres cursos, que consistían básicamente en asociaciones entre Lógica, Matemáticas y Filosofía.
Pero no fue el diablo sino los representantes de Dios, los que metieron la cola. El llamado posteriormente “caso Russell” es uno de los ejemplos más aberrantes de cómo puede organizarse la reacción, articulada en tráfico de influencias, testaferros ideológicos y un segmento importante de medios de comunicación, para frenar una semilla de cambio en lo que verdaderamente le importa: la legitimidad de un determinado “orden moral” disciplinador.
Empezó el obispo Manning, de la Iglesia Episcopal protestante, con una carta abierta a los diarios neoyorquinos. En ella llamó a Russell “reconocido propagandista contra la religión y la moral, defensor del adulterio”. Esa carta fue la señal de largada para una campaña que mantuvo en vilo durante meses a toda la comunidad académica norteamericana, por un lado, y a innúmeras agrupaciones religiosas que terminaron ganando la batalla. Lo que estaba en juego era el carácter laico de la enseñanza pública. Los obispos veían esa posibilidad como la llave que permitiría la avanzada de cambios en la vida privada.
Desde el semanario jesuita América se llamó a Russell “individuo corruptor que ha traicionado su mente y su conciencia”. El periódico religioso The Tablet arengaba diciendo que “¡Las arenas movedizas amenazan! ¡La serpiente está en la hierba!” Organizaciones difusas y de nombres temibles, como los Hijos de Xavier, los Caballeros de Colón, el Gremio de los Abogados Católicos o la Antigua Orden de los Hiberneses se lanzaron a copar los correos de lectores de los medios. El alcalde La Guardia era ferozmente acorralado y doblegado por gente como el obispo Francis Walsh, quien tildó a Russell de “campeón del amor libre, de la promiscuidad sexual entre jóvenes, del odio hacia los padres”.
No obstante, la Junta de Educación Superior no mostraba intenciones de derogar el nombramiento. Toda la comunidad académica laica salió en defensa de Russell, aun cuando para esa instancia había quienes, como el concejal Keegan, defenestraban al filósofo por ser “extranjero” y así y todo, sin más argumentos, lo llamaban “perro” y recomendaban “atarlo, emplumarlo y expulsarlo del país”. Tales eran las reacciones entre la grey piadosa estadounidense contra un hombre que había escrito cosas tales –y en eso, solamente en eso, basaban su odio los católicos– como: “Por mi parte, aunque estoy completamente convencido de que el matrimonio que practica la contracepción legalizada y que se disuelve por mutuo acuerdo sería un paso hacia el buen camino y haría mucho bien, no creo que eso sea suficiente. Creo que todas las relaciones sexuales que no suponen hijos deben ser contempladas como un asunto puramente privado, y que si un hombre y una mujer deciden vivir juntos y no tener hijos, ése es un asunto solamente de ellos. No me parece deseable que un hombre y una mujer afronten una cuestión tan seria como un matrimonio destinado a tener hijos sin tener antes experiencia sexual.”
O: “Un niño debe ver, desde el primer momento, desnudos a sus padres y hermanos, cuando esto suceda naturalmente. No hay que violentar ninguna de las dos cosas. Sencillamente, no debe dársele la impresión de que a la gente la afecta la desnudez”. O: “No enseñaré que la fidelidad al cónyuge durante toda la vida sea en modo alguno deseable o que un matrimonio permanente debe excluir los episodios temporales”.
La comunidad católica no se cruzó de brazos. Un buen día alguien desconocido, una tal señora Kay, presentó una demanda en el Tribunal Supremo de Nueva York para defender el derecho de su hija Glory a no ser corrompida por el filósofo extranjero. A partir de allí se desarrolló un proceso judicial tan aberrante como la campaña que lo precedió, y cuyos términos son una obra maestra de la ignorancia humana. Pero un juez de apellido McGeehan dejó a Bertrand Russell fuera de la Universidad de Nueva York.
Cuando todo terminó, Russell envió al The New York Times una carta. Fue publicada un 26 de abril, hace exactamente 65 años. En ella dijo: “Es parte esencial de la democracia que los grupos importantes, incluso las mayorías, sean tolerantes con los grupos disidentes, por pequeños que sean o por mucho que ofendan sus sentimientos. En una democracia es necesario que la gente aprenda a soportar que hieran sus sentimientos.”