Sáb 30.04.2005

CONTRATAPA

Africa nuestra

› Por José Pablo Feinmann

¿Por qué Africa? ¿Por qué la urgencia del tema? De entre las tantas calamidades que azotan este mundo una de las mayores se está produciendo ahí. La guerra de Irak nos centraliza en Irak. Los torturados y los torturadores salen en la primera plana de los diarios. Los tsunamis en Malasia. La mirada temible del PanzerPapa nos deja helados. La muchedumbre desamparada buscando un dios en la Tierra ante la ya insoportable ausencia del Dios del Cielo hunde a la condición humana en el patetismo de su indefensión, de su cobardía y hasta de su estupidez. Dios es silencio, divinicemos a un hombre, claman –lo sepan o no– las multitudes en la Plaza San Pedro. Y el PanzerPapa (que viene del belicoso riñón juvenil del hitlerismo) dice que va a ser bueno, progresista. Sería el único caso –o uno de los muy pocos– de un hombre del Poder que sube por derecha y gobierna por izquierda. Siempre sucede al revés. Bush sigue diciendo boutades temibles. Que no son boutades sino amenazas concretas. Rumsfeld quiere radarizar el mundo y comprometerlo, en totalidad, en la lucha contra el Mal. Para colmo, Roa Bastos, uno de los puntos más altos del arte literario, una de las cumbres a las que el espíritu humano, en busca de su redención, puede aspirar, se muere. Pero Africa sigue ahí, su tragedia sigue ahí y, de ella, nadie habla. Y es nuestra. Millones de africanos mueren de Sida. Las proyecciones de las cifras son terroríficas. No hagamos cifras. Las cifras sepultan el horror. Los africanos que mueren de Sida mueren de uno en uno. Cada uno que muere es un ser humano. En cada uno de ellos muere algo de la humanidad.
Pero no hay ayuda humanitaria para los avasallados por el huracán de la orfandad inmunológica. Los laboratorios no envían medicamentos. Africa no tiene cómo pagarlos y gratis no van, no los mandan, porque son caros, cuestan dinero y el que no tiene dinero tiene que morir, así es la cosa en “el mejor de los mundos posibles”. ¿Por qué se tolera esto? ¿Por qué se tolera la muerte de un africano con infinita más serenidad, liviandad de conciencia que la de un ciudadano de Occidente?
En 1945, un misionero franciscano de nombre Placide Tempels, publica un libro en francés. El libro tiene un nombre desafiante: La philosophie bantoue. Luego, en inglés: Bantu philosophy. El libro se consagra a describir las llagas que el colonialismo ha dejado en el alma africana. Esas llagas provienen de la esclavitud y de las ideologías sobre la superioridad racial y cultural del hombre europeo. Todos los hombres de la ilustración occidental que se ocuparon de los hombres de piel oscura les concedieron (a lo sumo) una mentalidad mística o irracional, decididamente inferior.
Este fue, insistamos, el más afectuoso de los tratamientos. Los gigantes de la filosofía de Occidente supieron ser más despiadados. Hegel, en su Filosofía de la historia universal, en el parágrafo que le dedica a Africa, se despacha con desdenes aún más olímpicos que los que reserva para América latina. Detrás de estos textos, nada inocentes, se dibuja el tráfico de esclavos, las vejaciones y las torturas de los “inferiores”. Será necesario prestarles atención. Así se escribió (y se escribe) la historia de los hombres. “En esta parte principal de Africa”, escribe el genio de la Fenomenología del espíritu, “no puede haber en realidad historia. No hay más que casualidades. No hay ninguna subjetividad sino sólo una serie de sujetos que se destruyen”. Ingenuo Placide Tempels. ¿Tanto creía, en 1945, que las cosas habían cambiado como para tener la osadía, la insolencia de perpetrar el oxímoron “filosofía bantú”? Sigue Hegel: “El negro representa al hombre natural en toda su barbarie y violencia; para comprenderlo debemos olvidar todas las representaciones europeas. Debemos olvidar a Dios y la ley moral. Todo esto está de más en el hombre inmediato, en cuyo carácter nada se encuentra que suene ahumano”. Hegel, luego, sube el nivel. Habla del bien y del mal. Los africanos viven en un grado prehistórico porque viven en una especie de paraíso inocente. Pero: “El paraíso es el jardín en donde el hombre vivía cuando se hallaba en estado animal y era inocente, cosa que el hombre no debe ser. El hombre no es realmente hombre hasta que no conoce la contradicción, el dualismo de su ser. Pues para conocer el bien tiene que conocer también el mal”. De aquí que (como afirmará Heidegger en 1934) “los negros no tienen historia”. ¿O no está claro lo que dice el maestro Hegel? Si la historia es dialéctica, si es ese juego destellante entre lo contradictorio, entre lo positivo y lo negativo o, en otra formulación, entre el Bien y el Mal, ¿cómo habrían de tenerla esos seres primitivos que vegetan en la inocencia? Sin embargo, Africa tiene historia y la tiene bien triste. Su historia es la del mal de la rapiña de Occidente. La trata de esclavos (hasta el mismísimo Bartolomé De las Casas recomendaba, piadoso, amainar las matanzas de indios americanos reemplazándolos por esclavos de Africa) hundirá el Mal en el alma y el cuerpo africano, y el Mal tendrá la forma del dolor, la tortura y el esclavismo. Siguiendo a Hegel podríamos decir que no perdieron la “inocencia”, no conocieron la “contradicción”, no se historizaron. Porque no conocieron el bien. La historia, para ellos, fue la historia del mal occidental.
La asumida “superioridad” del hombre de Occidente lo autorizó a la devastación y la crueldad. Heidegger, muy exquisitamente, se permite escribir: “La afirmación la filosofía es griega en su esencia no dice otra cosa que: Occidente y Europa, y sólo ellos, son en lo más profundo de su curso originariamente filosóficos” (Qué es eso de filosofía). Más tosco, Alfred Rosenberg, el teórico del nazismo, expresa su desdén por Africa con la frontalidad sin veladuras de los genocidas: acusa a Francia de haber introducido (durante la Primera Guerra) africanos en sus ejércitos. Y escribe: “La política francesa equiparó la raza negra a la blanca y en forma semejante, como hace 140 años, inició la emancipación de los judíos, así se halla hoy a la cabeza de la corrupción racial de Europa por los negros y, si esto sigue así, apenas podrá Francia ser considerada como un Estado europeo, sino más bien como un estolón de Africa conducido por judíos” (El mito del siglo XX, cap. VI).
Si estas ideas no siguieran vivas habría medicinas para Africa. Si no las hay, o si no las hay en cantidades suficientes, si se arguyen cuestiones de patentes, de royalties y otras iniquidades, es porque siguen así, intocadas.

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