Dom 19.05.2002

CONTRATAPA

Progresismo

› Por Sandra Russo

La derecha no es quisquillosa. Palo y a la bolsa. Tiene estómago. Si hay que digerir sapos, se los traga y hasta terminan gustándole. Tan ambiciosa es, tan incorporados tiene los hábitos del poder, tan vigoroso es su instinto de supervivencia, que cuando hay que sumar, toma aire, se amontona y a otra cosa. Un ladrillo por aquí, otro ladrillo por allá, y alguito se va formando. La derecha es narcisista, y cualquier cosa parecida a ella que vea reflejada en cualquier parte la atrae, la seduce, le despierta interés. Tal vez no se trate de otra cosa que de conciencia de clase. Probablemente, mirada de cerca y no precisamente desde este ángulo lejano, la derecha no sea tan amable con ella misma como un coro de niños cantores. En su intestino se libran las más cruentas batallas y es obvio que hay degüellos. Pero puesta a pelear el poder, la derecha se engalana, se hacen todos el mismo peinado y ahí van, dando la sensación hacia afuera de que, vamos, en el intestino podrán librarse batallas, pero el intestino es uno solo.
El progresismo es otra cosa. La gente progresista es muy sensible. Es gente que hila tan fino que siempre termina peleada con otra gente que también hila fino pero un poco distinto. El progresismo es ciclotímico y alérgico. Cualquier roce le eriza la piel. El progresismo es afecto a las capillas, a las subdivisiones, a los subgrupos, a las aclaraciones, a los enconos prorrogados y sin fecha de vencimiento, a los egos desplegados como banderas unipersonales que jamás son reconocidas como tales y que se escudan en otras banderas más progresistas que la fiera y sencilla vanidad.
En el progresismo argentino todo el mundo se conoce, todo el mundo ha estado casado con la prima o el cuñado de alguien, todo el mundo alguna vez se ha querido muchísimo hasta que dejó de quererse y empezó a dejar de tolerarse. Como un organismo vivo pero con ciertas dificultades motrices, el progresismo late pero no avanza, y cuando avanza lo hace de un modo tal que un paso hacia adelante le asegure un próximo paso para atrás. El progresismo se provee a sí mismo de sus propias desilusiones, de sus propios desencantos y sus propias encrucijadas. No hace falta que nadie le tienda trampas: se arregla solo.
Desde la platea, que ahora se ha extendido a las calles y tiene muchos más espectadores, la gente interesada en la política, que ahora es toda la gente, presencia, percibe e intuye los recelos que sienten entre sí todos los que le gustan. Los que le gustan a la gente no se gustan entre sí. Los separan matices, pero en el progresismo un matiz es un mundo, una biblia -con perdón–, un dique separador de aguas.
Los pocos dirigentes que han quedado de pie, los periodistas que han visto subir sus créditos, los intelectuales que tejen y cosen trabajosamente argumentos para elaborar precarios cuadros de situación, todos ellos, sumados, suman algo, bastante, pero no suman, como nunca han sumado, porque en este país el progresismo se ha caracterizado siempre por ser capaz de sacrificar hasta el mismo progresismo en el presunto altar de la pureza de principios. Está muy bien tener principios, pero alguna vez se debería tener también desarrollo y desenlace. Está muy bien tener principios, pero uno se pregunta, al cabo de años de bloopers, de desencuentros, de tragos más que amargos, de derrotas, si esa defensa estrecha y desencajada de los principios no será una excusa, una tara, un vicio, una torpeza imperdonable. Si esa defensa y esos pruritos no serán un embudo previsto de antemano, por alguna falla genética en el inconsciente progresista, para asegurarse que allí se detendrá la marcha, que más allá de allí no pasará.
La izquierda y sus alrededores están acostumbrados a ser una expresión tan pulida, tan sutil y tan específica, que cada bloque de la izquierda y sus alrededores pretende expresar con pelos y señales a unos cuantos –o a unos pocos–, que a su vez en cada ámbito reproducen el mismo tic. Capillas de lacanianos, de freudianos, de figurativos, de abstractos, demodernos, de posmodernos, de drogones, de abstemios post Alcohólicos Anónimos, de gestálticos, de junguianos, de vegetarianos, en fin, capillas y capillitas que de pronto se erigen en submundos y provocan la ilusión óptica no sólo de estar en todo de acuerdo con los iguales, sino además la otra, la de estar amenazados por los similares.
En ese “otro modo de hacer política” que ya se convirtió en un cliché peligrosamente vacuo, debería incluirse no sólo la transparencia y la honestidad, sino también la tolerancia, que por supuesto ya está incluida pero con respecto al diferente. Y el progresismo es más tolerante con el diferente que con el parecido (y qué decir cuando el parecido tiene éxito).
Es hasta cómico imaginar la confabulación gramsciana que adivina la derecha en un arco político, periodístico e intelectual en el que supuesta y afiebradamente todos concuerdan, coinciden, reman, argumentan y actúan hacia el mismo lado, y comprobar después que todos esos siguen pasándose facturas de la adolescencia o reclamando por un gol con la mano. ¿Será omnipotencia mal calibrada o será estupidez bien disimulada?
Los tiempos arden, muchachos. Y la historia pasa siempre en la otra cuadra.

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