CONTRATAPA
Cómo contar la vergüenza
› Por Juan Sasturain
La (buena) literatura no está en los argumentos ni en los sentimientos de los personajes sino en las palabras, en el cómo. La melodramática historia de Romeo y Julieta contada por cualquiera es cursi e inverosímil; el destino de Martín Fierro es vulgar y sus torpes peripecias –reducidas a dos párrafos de apretado argumento– no le interesarían a nadie. Pero el romance de esos dos tontos adolescentes contado por Shakespeare, en las palabras y los versos de Shakespeare, es una obra maestra; y las desventuras de un gaucho cuchillero y llorón son inolvidables en los octosílabos inspirados de Hernández. A la inversa, con el argumento de ambas historias se podrían escribir –de atrás para adelante– sendos buenos o malos relatos policiales: uno de enigma, El misterio de la doble muerte de Verona, y otro testimonial de los ambientes marginales: Pampa sangrienta. La historia de Crimen y castigo o –sin ir más lejos– la Biblia misma pueden ser abordadas así. Porque la literatura es un manera de escribir pero –además, y sobre todo– es una manera de leer. Y, en este caso, todo puede ser leído a partir de ciertas prioridades o convenciones de lectura: La metamorfosis en clave psicoanalítica; “Casa tomada”, desde la historia social y política argentina. En ambos casos, Kafka y Cortázar no son leídos en tanto escritores sino estudiados como portadores de síntomas. La literatura queda afuera de la cuestión.
Acaso el que mejor haya puesto en evidencia ese equívoco, subrayando el carácter determinante del procedimiento narrativo elegido para contar por encima de la materia misma de la historia haya sido el impenitente Alfred Jarry, el glorioso autor de Ubú rey, que hace exactamente un siglo comenzaba a terminar de morirse de una vez, tan brillante y tan fugaz como una cañita voladora contra el cielo helado de París. En uno de sus textos más ingeniosos y revulsivos, La Passion considérée comme course de côte –algo así como La Pasión considerada como una carrera de bicicletas cuesta arriba– publicado en Le canard sauvage en abril de 1903, Jarry hace la crónica del accidentado ascenso de Jesús al Gólgota desde la perspectiva de un periodista deportivo acostumbrado a describir los avatares e incidencias del ultrapedaleado Tour de France. El resultado es de una extrañeza y originalidad descomunales. Vuelta de tuerca en el sentido inverso del que la dan los que hacen épico lo efímero, serio lo grotesco, dramático lo trivial, se empeñan en subrayar lugares comunes, solemnizar la gansada, presentar lo impresentable. Una operación mediática habitual descoyuntada desde los antípodas.
Literaturizar los medios –o convertir en literatura argumental los contenidos periodísticos, las noticias– y dado el caso, por ejemplo, leer/escribir como narrativa policial los sucesos argentinos no es difícil y acaso sea pertinente. Después de todo, es casi casi lo que se hace ya, inevitablemente porque, como diría o temía Sciascia, la realidad sociopolítico-económica se ha sicilianizado. Mientras la convención épica y los códigos que rigen los movimientos del héroe han quedado confinados a ciertos selectos rincones iluminados del vapuleado universo deportivo –Ginóbili, Sorin, ejemplos ocasionales de moda–, nadie cree ya en la posibilidad de plantar un investigador aséptico a la inglesa ante el crimen, el desorden organizado. Para contar lo que pasa, lo que se ve, el modelo ha de ser algo más ambiguo y verdadero: es el clima de Cosecha roja o La llave de cristal, de Hammett, con mafias en el poder, bandas enfrentadas, corrupción generalizada, instituciones dóciles o vacías y, en el medio de todo, un hombre de acción, realista y casi cínico pero con ciertos principios o lealtades básicas, que se apoya en unos o en otros alternativamente para alcanzar sus fines, cierto orden en el que cree o parece creer.
Claro que, cada vez más, no basta ese generoso modelo de descripción. Para hacer literatura con la realidad política argentina –las vomitivas elecciones en la provincia de Buenos Aires, las inmorales convulsiones en la cúpula del llamado “movimiento obrero”, las estrategias aliancistas de la impresentable oposición– uno no encuentra registro adecuado para tanto bochorno. Acaso sólo el ventilador eternamente prendido del humor más mordiente y desencantado –salve, Rep, ahí arriba; salud, desaforados de Barcelona– pone las cosas como quería y sabía hacer Jarry, patas para arriba. Es que no hay otra manera de contar desde la vergüenza.