Sáb 03.09.2005

CONTRATAPA

Esas fotos

› Por Sandra Russo

Las comisuras de las bocas insinúan en esa foto la mueca de la tragedia. Son mínimas curvas inversas a la sonrisa de la Gioconda. Arcos leves, dados vuelta. Esas dos bocas están cerradas. Labios finos y pegados el uno con el otro para decir algo: es el mensaje del silencio. Y las miradas. La de Leónie está fijada en el vacío, dopada de dolor, sostenida sin embargo por un mentón altivo que delata una dimensión de dignidad que aquellos que la vieron, en ese instante que quedó capturado en la fotografía, no deben haber advertido. Esa dignidad no estaba dirigida a ellos, de todos modos. Ese tipo de dignidad extrema no está dirigida a nadie. Es un don inevitable y un precio interior altísimo que no cotiza entre asesinos. La mirada de Alice, en cambio, elige una ligera inclinación y se instala en el mismo punto ciego arriba del foco de la cámara. Evidentemente, les han dicho que hacia allí tenían que mirar. Un ejemplar de La Nación para dejar constancia de la fecha y atrás la bandera de Montoneros completan la puesta en escena montada en la ESMA, cuando la nacionalidad francesa de las monjas ya era un problema inesperado para la Armada y los marinos quisieron desviar sospechas.
Iba a escribir sobre la magnífica frase del antropólogo forense Luis de Fondebrider, que entrevistado esta semana en este diario por Victoria Ginzberg dijo: “Darle nombre a un cuerpo es como recuperar su vida”. Pensé en eso porque, cuando leí esa frase, me quedó retumbando en la cabeza y, a pesar de que Fondebrider se estaba refiriendo específicamente al trabajo de los antropólogos forenses, que desde 1984 se dedican con una constancia y pericia notables a desbaratar la trampa de los NN en la que los militares de la dictadura convirtieron a miles de personas (“Un desaparecido no está, no es, no tiene entidad”, dijo Videla), esa frase me pareció iluminadora. Porque puede aplicarse a cuerpos muertos, pero también a cuerpos vivos. La lucha por la identidad es, simbólicamente, la gran lucha argentina. A la pregunta por el “¿Quiénes somos?” general que arrastramos desde hace dos siglos, les prestaron sus cuerpos los NN de la dictadura, pero no sólo ellos. Las Abuelas, recuperando identidades de actuales veinteañeros, también recuperan vidas devolviendo nombres. Lo primero que hace una pareja cuando desea y logra un embarazo es pensar en un nombre: nombrando a ese nuevo ser se lo hace persona. Devolverle su verdadero nombre a alguien es devolverle su verdad. Una identidad construida sobre la mentira desemboca inevitablemente en un fallido, y hay vidas que son eso, actos fallidos.
Pero a propósito de actos fallidos, me puse a observar la fotografía que los marinos armaron en la ESMA para correr las sospechas del secuestro de Leónie Duquet y Alice Domon hacia los Montoneros y, describiéndola, no podía evitar captar una reminiscencia que no lograba descifrar. Hasta que me fijé en los ojos de esas mujeres serias, condenadas a posar para esa foto, a conciencia, seguramente, de que esa pose las alejaría todavía más de su liberación, que empantanaría sus destinos. Y entonces me di cuenta de que esas miradas fijas en el vacío me recordaban a las fotos policiales de los documentos de identidad. Precisamente, de identidad. Que era lo que esas mujeres estaban reteniendo y lo que les iba a ser arrebatado por la fuerza. Lo que veintiocho años después los antropólogos forenses les devolverían. Es tan impresionante y azaroso el recorrido del cuerpo de Leónie Duquet, es tan increíble ese camino que la llevó de la ESMA a un avión, del avión al mar, del mar a la playa, de la playa al cementerio de General Lavalle, del cementerio a la verdad, que semejante historia no puede procesarse sin escalofríos. Uno se tienta con la palabra milagro.
Esas miradas de documento de identidad indicadas por los secuestradores que quisieron fraguar una foto insurrecta fueron también un acto fallido. Recordé las últimas fotografías parecidas a ésa, las de los rehenes capturados por fuerzas irregulares iraquíes, los periodistas o ciudadanos de países invasores que, mirando a cámara con sus verdugos atrás, parecen suplicarle al foco que se deje traspasar y que su desesperación conmueva a sus gobiernos. De la Argentina, la única fotografía similar que recordaba haber visto era aquella de Jorge Born, con los retratos de Perón y Evita como fondo y una bandera de Montoneros atrás. Esa fue seguramente la foto inspiradora de la de la ESMA. ¿Jorge Born miraba el vacío o miraba a cámara?, me pregunté. Busqué esa foto y, efectivamente, Born, cansado, despeinado, ojeroso, miraba a cámara. Las miradas perdidas de Leónie y de Alice son el indicio del fraude, del simulacro. Con la pose y la perspectiva que el Estado elige para darles a sus ciudadanos su identidad –el medio perfil, la mirada corrida hacia el costado–, el Estado terrorista argentino de los ’70 cometió un lapsus.
Leónie Duquet es, de todos modos, no sólo una víctima a la que veintiocho años después de su asesinato se le devuelve la dignidad de su nombre. En esa foto que comparte con su compañera Alice Domon, sus bocas cerradas en la mueca de la tragedia dicen, tal vez, que en una sociedad solamente se pueden cometer actos tan aberrantes si muchos, si miles, si millones miran para otro lado.

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