Lun 26.09.2005

CONTRATAPA

El glaciar Alonso

› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona

UNO Siempre han existido deportistas a los que –por su frialdad– se los ha definido como “témpano” o “iceberg”. Fernando Alonso –flamante piloto campeón de Fórmula 1, primer español en conseguirlo, el más joven en toda la historia de los circuitos– es todavía más frío. Alonso es un glaciar. Helado, parco, inconmovible hasta lo involuntariamente desopilante, Alonso parece fundido con la mecánica de su Renault. Alguien más cerca de la máquina que del ser humano –la prensa internacional celebra tanto su pericia como su cautela, su audacia pero, también, su cálculo– y que, sin embargo, se ha convertido en un ídolo para los españoles, quienes no se pierden una de sus carreras (superando en rating televisivo a clásicos futbolísticos; generando verdaderas migraciones colectivas a las diferentes pistas europeas), coleccionando los fascículos semanales que incluyen piezas para ir armando muy lentamente su monoplaza, y cantando a los gritos una canción espantosa que le dedicó uno de los astros del rock-rumba gitana o como se llame ese horror.

DOS Asturiano de veinticuatro años, “El Nano” o “Magic Alonso” festeja poco, no sale nada, que yo sepa no se le conoce novia, y tiene siempre la misma cara ya sea en lo alto del podio o vendiendo autos o relojes o videogames o lo que venga en avisos de televisión. Es la antítesis del deportista carismático y aun así se lo adora porque simboliza algo raro: alguien que llega, hace bien su trabajo, y después desaparece hasta el próximo gran premio.
Lo verdaderamente novedoso de Alonso es su inexistente necesidad de automitificarse por más que su tan breve como contundente trayectoria ya tiene atractivo suficiente para una de esas películas deportivas que nunca recaudan mucho, porque la gente quiere ver al verdadero que actúa mal y no a un buen actor que corre despacio. Ahí están sus home-movies que lo muestran, ya a los tres años, compitiendo y ganando a bordo de un karting. Ahí están las infinitas repeticiones de los trece podios de la última temporada –el fin del largo reinado de Michael Schumacher– que demuestran que Alonso tiene un Dios aparte. Al punto que los “duelos” con Kimi Raikkonen o Pablo Montoya o Ralph Schumacher no prosperaron por falta de calentura y tensión. Alonso no se enfrenta a nadie porque se sabe solo, en una categoría especial, corriendo por la suya.

TRES Y, por encima de todos y todo, ahí están sus entrevistas donde el héroe de cabeza enorme y cuello gigante se sienta siempre frente a un periodista más entusiasta que él y le responde con monosílabos o frenando en seco la euforia de sus preguntas. El pasado sábado por la noche –horas antes de que Alonso desbancara a Fittipaldi como campeón más joven y dejara en el camino al también gélido Raikkonen pero, dicen, más impulsivo y proclive a la joda de trasnoche– se emitió el mejor y el más hilarante de todos estos reportajes. “¿De quién te vas a acordar si ganas el domingo?” “De nadie.” “¿Cómo de nadie? ¿Y de tu padre y de tu madre?” “De ellos no me voy a acordar porque no los olvidé nunca.” “¿Y de quién te vas a olvidar?” “Me olvidé de sus nombres.” “Si ganas el título, ¿qué sigue?” “La verdad que bien poco; porque ya me dieron el Premio Príncipe de Asturias... No habrá mucho más que hacer.” “¿Brindarás con caipirinha?” “No.” “Un mensaje para la afición española.” “Les pido, por favor, que entiendan que esto no es broma. Soy consciente de que todos te quieren cuando estás arriba y te critican cuando estás abajo... Pero de lo que no se dan cuenta es que una carrera de Fórmula 1 no es lo mismo que un partido de fútbol. Errar un penal es feo; pero salirte de una curva a 300 por hora es más feo todavía.” “Te propongo un experimento: cierra los ojos, imagina el final de la carrera en Brasil, ¿qué es lo que ves?” “La verdad que veo todo muy negro.” “¿Cómo muy negro?” “Me has pedido que cerrara los ojos: así que veo todo muy negro.”

CUATRO Pero no. Y ayer Alonso se sacó el casco gritando. Y en Asturias hay un bar al que Alonso va desde su adolescencia y donde, hace una década, anunció a su dueño que sería campeón del mundo. El tipo detrás de la barra dijo “Sí, claro, chaval”; y que si estaba tan seguro el chico, él le regalaría un jamón de los buenos por cada podio al que Alonso se subiera hasta alcanzar la gloria suprema. “La bravata me ha salido muy cara”, confesaba a las cámaras y sonriendo el dueño del bar, después de la carrera, feliz por Alonso y feliz porque se acabaron las ofrendas porcinas.
Más allá de luces y oscuridades y jamones, algo queda claro: nadie le ofrecerá jamás a Fernando Alonso la conducción de un mesiánico y pachanguero show televisivo. Sería aburridísimo. Y más difícil todavía es que Alonso vaya a derretirse y a hacernos pasar calor hablando de sí mismo en tercera persona.

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