CONTRATAPA
Cultura y política
› Por Eduardo “Tato” Pavlovsky *
En el Festival Internacional de Teatro “El Galpón” de Montevideo sobre “La Memoria” integré una mesa redonda con el prestigioso dramaturgo uruguayo Carlos Liscano, que estuvo detenido por la dictadura uruguaya ocho años. Liscano llevaba una inquietud que parecía por momentos tornarse polémica con un estudioso del teatro uruguayo: Roger Mizra –el coordinador de la mesa–, que trataba sobre los problemas actuales del teatro y la memoria. El otro integrante era una canadiense, Carole Nadeau, que había llevado un bello espectáculo integrado por textos poéticos, literatura dramática y proyecciones de imágenes, integrando el espectáculo con luces y sonidos muy atractivos.
El tema que Liscano intentaba aportar en la mesa redonda era que le llamaba la atención la escasa producción dramática uruguaya teatral, durante la democracia, sobre el tema de la represión y los desaparecidos. Tras dos décadas de democracia, creía que no eran más de ocho las obras dedicadas a enfocar la represión. Relacionaba esa específica falta de producción dramática con el referéndun que el pueblo uruguayo había votado en una proporción del 56 por ciento a favor del no juicio y castigo a las fuerzas armadas por los crímenes que habían cometido durante la dictadura. En otras palabras que no se los juzgara, y que con ese voto se había creado una subjetividad cómplice, a favor del olvido y del perdón en el pueblo uruguayo. En nuestro caso argentino, decía Liscano, fueron presidentes constitucionales los que establecieron los decretos de obediencia debida, punto final y las leyes del perdón. Pero en el caso uruguayo había sido el mismo pueblo quien había votado por el no castigo ni juicio a las fuerzas armadas. El pueblo uruguayo, decía Liscano, perdonaba los crímenes de la dictadura. Y el fenómeno había atravesado todas las manifestaciones culturales, incluida la teatral.
En Alemania, un alemán de mi edad me dijo en 1991 que durante el nazismo si uno no era judío y no se metía con el gobierno se podía vivir bien. Eso explicaba que una inmensa mayoría de la clase media y un sector de la clase obrera apoyara las invasiones de Hitler hasta casi el período final.
Quiero arriesgar un diagnóstico sobre el fenómeno de la complicidad civil de nuestro país: ciertos procesos sobre los derechos humanos realizados por gente de una ética y dignidad excepcionales e insobornables en nuestro país nunca involucraron a la población en general. Incluso el fenómeno increíble de valentía, coraje y dignidad del trabajo de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo no están “encarnados” en la población general, sino en el sector más esclarecido y politizado, y en los medios que quieren transmitirlo. El pueblo en su mayoría no se implicaba en la lucha entre la dictadura y las víctimas de la represión. No se incluía en una lucha que no lo involucraba directamente, la que sostenían las fuerzas armadas y el sector de la población con ideas revolucionarias.
Las dictaduras trazan una línea, y la gente común poco a poco se va acostumbrando a no atravesarla. Al final esa línea se va interiorizando como una prohibición ordenada que debe ser respetada y esa línea no afecta a la mayoría silenciosa.
El fenómeno Blumberg concentró más gente que cualquier manifestación por los derechos humanos. Y produjo una conmoción que afectó al país en su conjunto.
El fascismo cómplice de la clase media y, como decía W. Reich, de la pequeña burguesía de la clase trabajadora, coparon la Plaza en una de las expresiones populares más importantes en la historia última. La película de Renán sobre el pueblo festejando el Mundial fue también una manifestación de masas que no se puede olvidar. No era, como algunos ingenuos quieren señalar, una necesidad de expresarse frente a la represión. El pueblo colmando la Plaza de Mayo en 1982 cuando invadimos las Malvinas, y escuchando las palabras de Galtieri, también fue una manifestación popular de extraordinaria magnitud. ¿Qué hubiera pasado si los chilenos no nos hubiesen vendido y triunfábamos? ¿Alguien se lo pregunta? Las visitas de la clase media argentina pudiente que pasaba por Madrid durante la dictadura con grandes viajes proyectados por Europa criticaban al gobierno, pero viajaban y compraban más que nunca.
Hace pocos días, en un bar le pregunté a uno de los parroquianos habituales cómo vivió durante la dictadura. Me contestó que bastante bien, que después se enteró de “ciertas cosas”. Pero que con Onganía y con Videla había vivido bien. Otro me llegó a decir que hoy preferiría vivir en el gob ierno militar que en esta anarquía. Gente buena, sencilla, trabajadora –pero mayoría silenciosa–, textura de una intrinsequedad fascista que tiene una preponderancia importante entre la buena gente: nadie sabe que es fascista. Viven su propia vidita, que no es poco decir.
El excepcional documental de Solanas La dignidad de los nadies es un maravilloso ejemplo sobre la dignidad de un sector marginado y excluido de la población que se une organizándose solidariamente para compartir y cubrir las necesidades elementales y que expresa la pobreza e indigencia de casi la mitad de nuestra población. La belleza de la pobreza organizada. Pobreza alegre, sin lamentos ni tristezas, ni agresiones. Nuestra reserva moral. Nuestro último bastión de dignidad. Sólo Pino puede filmar esa clase de alegría del compartir juntos. También las rondas de las Madres incitaban a la alegría de la lucha. Las luchas puntuales reivindicativas también lo son. Pero para la mayoría silenciosa, la masa gris astizforme, son siempre gente molesta, pone en evidencia la otra Argentina. La Argentina sumergida. La del subdesarrollo de los recursos humanos. Nuestros hermanos de la pobreza y de la indigencia. Ya están pensando en el veraneo y la visibilidad de esas imágenes les crea horror, culpa e indiferencia.
Cuando terminan las funciones de Variaciones Meyerhold durante el Festival Internacional de Teatro de Buenos Aires, al finalizar digo en representación del elenco de la obra y como hombre de la cultura que quiero expresar mi profundo rechazo a la presencia del presidente norteamericano en la Argentina, en la Cumbre de las Américas, en Mar del Plata. Pienso, tal vez erróneamente, que la cultura argentina debería asumir un compromiso frente a la llegada de Bush. Pero, como diría Liscano, ¿a quién le importa lo que digo en el teatro uruguayo?
Norman Briski hace la misma protesta después de cada función en el Teatro Calibán.
Es un tema que tenemos que discutir más profundamente entre los hombres de la cultura. Con la misma seriedad con que lo hacía Liscano en el Festival Internacional del Galpón en Montevideo.
¿Qué relación existe entre la cultura y la política? Hay mucho para hablar. Lo que no se puede admitir es la indiferencia. Todos tenemos algo que decir. Sin descalificar a nadie. Aprender a escucharnos. ¿Cuál sería el Teatro Abierto de hoy, ese gran evento cultural que inventaron Cossa y Dragún en la dictadura? La democracia nos permite la libertad de expresión y los hombres de la cultura tenemos que saber aprovecharla.
Un último ejemplo: la pobreza, según el Indec, alcanza al 60 por ciento de los bonaerenses y aparece como preocupación en apenas el 3 por ciento de los encuestados. La pobreza se interiorizó como obvia y natural. Para mí, además de político, es un problema cultural.
* Psicoterapeuta, autor, director y actor teatral. Entre sus numerosas obras se encuentran El Señor Galíndez, Potestad y La muerte de Marguerite Duras.