CONTRATAPA
YO TE BANCO
› Por José Pablo Feinmann
Los banqueros de la Argentina son subversivos. Jamás el sistema capitalista ha sido agredido en este país como lo ha sido desde el mes de diciembre de 2001. Eso que (algo infantilmente) se llama “el corralito” es la más despiadada agresión al principio básico que anima al capitalismo: la inviolabilidad de la propiedad privada. Bastará consultar algunos luminosos parágrafos de la Filosofía del derecho de Hegel para advertir que el homo capitalista encuentra en la propiedad privada la forma objetiva de su libertad, es decir, apropiándose del objeto le otorga a su libertad subjetiva una objetividad que es jurídicamente inviolable. (Que el homo capitalista acabe por volverse, él también, una cosa en su afán de apropiarse de cosas y objetivar su libertad, es otro tema. Un tema sobre el que el capitalismo no se ha interesado jamás, ya que lo que al capitalismo le interesa son las cosas, entendidas como mercancías y las mercancías entendidas como propiedad de los sujetos económicos, quienes, al poseerlas, se transforman en propietarios privados. O sea, en hombres capitalistas.) De este modo, un sistema que descansa en la posesión de las cosas por parte de los hombres y en la santificación jurídica de esa posesión mal puede violar esta relación de hierro. La juridicidad capitalista legisla para que la apropiación capitalista sea inviolable, pues legisla para los capitalistas, para los propietarios, para los poseedores, y eso, sin más, es el capitalismo: un sistema de poseedores y no poseedores cuya juridicidad está al servicio del derecho de los poseedores a poseer lo que poseen, o sea, precisamente a ser lo que son: poseedores. Lo que el poseedor posee es su propiedad, su propiedad privada, y un sistema que se funda en la legitimidad de esa apropiación debe declarar a esa propiedad inviolable. Así, el concepto de “inviolabilidad de la propiedad privada” es el concepto central de la juridicidad capitalista.
Los banqueros argentinos (digamos esto en su descargo) no han sido los primeros en vulnerar ese concepto, aunque nadie anteriormente lo ha logrado tan eficazmente como ellos, salvo Lenin en Rusia, Mao en China y Castro en Cuba, gente no capitalista si la hay. Pero, en la Argentina, hubo dos notorios intentos: Mariano Moreno en su Plan de Operaciones propone la “confiscación de las fortunas” desde el jacobinismo revolucionario y el primer peronismo –en el artículo 38 de la Constitución de 1949– propone la “función social de la propiedad privada”: “La propiedad no es inviolable ni siquiera intocable, sino simplemente respetable a condición de que sea útil no solamente al propietario sino a la colectividad” (Arturo Enrique Sampay, padre teórico de esa Constitución que, desde luego, los “libertadores” del ‘55 derogaron de inmediato y luego los peronistas neoliberales olvidaron por completo). En suma, quienes antecedieron a los confiscadores capitalistas de hoy fueron Moreno y Perón. Uno, un furioso jacobino que se inspiraba en Robespierre. El otro, un estatista, dirigista y populista escasamente amigo de los Estados Unidos. ¿Son jacobinos nuestros banqueros? ¿Son estatistas, dirigistas, enemigos de los Estados Unidos y del capitalismo? Todo parecería indicar que sí. Aunque se puede interpretar otra cosa.
Veamos. El pragmatismo capitalista jamás ha llegado tan lejos como hoy, aquí, en la Argentina. El principio elemental del capitalismo ha sido violado, ultrajado violentamente en busca de la estabilidad de los bancos. Un banco es la esencia del capitalismo. No hay capitalismo sin seguridad bancaria. Incluso esos insidiosos, incómodos teóricos marxistas que tienen la habitualidad de abominar del capitalismo han abominado, con total coherencia y siempre, de los bancos. Ahí está esa frase de Bertolt Brecht (que cita Ricardo Piglia como acápite de Plata quemada): “¿Qué es robar un banco comparado con fundarlo”? Brecht dice una verdad contundente: elsistema capitalista, que se basa en la expoliación, se estructura en bancos, los bancos expresan el poder de los banqueros, son el símbolo de la expoliación de un sistema expoliador, ¿cómo, entonces, habría de ser más ladrón el que roba un banco que el banco mismo?
Así las cosas, el lenguaje se fue impregnando de esta situación fundacional del capitalismo. Un banco es el lugar donde el homo capitalista deposita su dinero, que es la expresión monetaria de la propiedad privada. Lo que el homo capitalista deposita en el banco es, sin más, su propiedad privada, que es inviolable. Ergo, si el banco es el lugar en que la inviolable propiedad privada se deposita, el banco se convierte en custodio de lo inviolable. Nada, entonces, puede haber más seguro que un banco. Sin bancos seguros, no hay capitalismo. Esto, decía, se extiende al lenguaje. Se dice: “Es seguro como un banco”. Se dice: “Fulano duerme tranquilo. Tiene su plata en el banco”. Dice, por fin, un viejo comercial de este país: “Si me mandan al banco voy contento”. Pero, en el nivel del habla popular, la ecuación banco=seguridad, confianza y solidez ha cristalizado en una frase que, conjeturo, surge entre nosotros a comienzos de la década del ochenta: “Yo te banco”. Que significa: “Yo te apoyo. Yo te respaldo. Contá conmigo. Estoy de tu lado”.
Bien, no más. Los banqueros confiscadores de la Argentina, los banqueros anticapitalistas, han tornado obsoleta esa expresión. Si hoy, alguien, a un amigo le dice: “Yo te banco”, el amigo se echa a reír o a llorar o huye despavorido. Ocurre que “yo te banco” ha trasladado su sentido, ha dejado de decir lo que decía y dice otra cosa. Hoy, “yo te banco” significa “yo te confisco” o “yo me quedo con tus ahorros” o “yo te meto en el corralito”. Pero, si me permiten, “yo te banco”, hoy, para todos los que han sido expropiados por los banqueros, significa: “Yo te cago”. No hay palabras buenas ni hay palabras malas, hay palabras apropiadas o inapropiadas. En el caso que nos ocupa el verbo “cagar” ha venido a sustituir (en el ámbito emocional del ahorrista argentino que confiaba en los bancos del capitalismo) al verbo “bancar”. Desde este punto de vista, el verbo “cagar”, en tanto expresa un estado de ánimo colectivo, es impecablemente justo, apropiado. ¿Cómo, entonces, no indagar en el nuevo sentido de varias frases que la habitualidad lingüística había cristalizado y que lo perentorio del tiempo histórico trastoca cotidianamente? Hay que cuidarse, ya que si cada día que pasa “bancar” significa, sin vacilación alguna, “cagar”, ¿cómo decirle a alguien “bancame un momentito”?
Son muchas las frases que deberemos modificar o no decir o decir con enorme prudencia. Habrán observado que los actores que reciben premios (sobre todo los que reciben el Martín Fierro) siempre lo dedican a sus mujeres, y siempre dicen: “A mi mujer, que me banca”. No más. También se dice: “Necesito alguien que me banque”. Se acabó. O se dice: “Es un buen tipo, hay que bancarlo”, frase que notoriamente hoy significa otra cosa, acaso más real. Se dice: “A Bati lo banca Bielsa”. Se dice: “No te preocupés, alguien te va a bancar”. Se dice: “Un amigo está para bancarte”. Se dice: “A mí mujer la banco yo, viejo”. Se dice: “Yo quiero vivir en un país que me banque” (es éste). Se dice: “A Menem, la gente no lo banca más”. Y podríamos seguir interminablemente. Pero eso sería demorar la gran frase, la verdadera frase en que se expresa el nuevo significado del verbo “bancar”, su significado más profundo, más abarcador, que es el que dice, el que poderosa y sencillamente dice que a este país, desde hace mucho tiempo, desde Martínez de Hoz hasta Cavallo y López Murphy, lo vienen bancando, alevosamente bancando... los banqueros.