CONTRATAPA
Los millones de Evita
› Por Juan Sasturain
Es sabido que la memoria auditiva y los mensajes verbales en general –el juego del teléfono descompuesto es ejemplar al respecto– son habitualmente fuentes poco confiables. Uno oye lo que quiere y recuerda lo que puede. O a la inversa. Y mucho más cuando lo que se comunica pretende tener cierta trascendencia. La tradición oral, como el sexo oral, no deja de ser un sustituto embellecedor. Así, en el origen de las decantadas, transitadísimas “frases famosas” suele haber muchas más buenas intenciones –recreadoras o mistificantes– que testigos genuinos. Lo que dijo Saavedra tras la noticia de Moreno muerto en altamar; lo que farfulló el agonizante Cabral tras salvar con “su arrojo / la libertad naciente / de medio continente” es sabido y repetido por todos. Sería bueno que lo “de tanta agua para tanto fuego” y lo del “muero contento”, además de redondo y oportuno, fuera cierto. O no; no importa. Lo único cierto es que es inverificable. Además, como en el caso de las mejores anécdotas, está el problema de la atribución: no sólo si pasó o se dijo sino a quién le pasó o lo dijo. No vaya a ser que al prócer o al héroe se lo esté haciendo recitar un excelente libreto viejo o pensado para otro.
Al respecto, hace poco, el intachable Pablo Capanna recordaba en este mismo diario que si bien es cierto que, entre otras actrices, la impensable Madonna –actuando una Evita terminal– dice, según el guión de la película de Alan Parker y la tradición nacional, “Volveré y seré millones”, en realidad la Abanderada de los Humildes nunca dijo tal cosa sino en los posters peronistas y para temor y temblor del gorilaje extrañao. Y no es una noticia nueva sino una cuestión bastante conocida. Incluso Tomás Eloy Martínez, que tanto ha escrito, testimoniado y ficcionalizado sobre el General y sus alrededores en obras sucesivas –de La novela de Perón a Santa Evita, con numerosas escalas– se ha referido a la oportunísima atribución: a Evita, la amenazante profecía le queda perfecta. Pero no es suya, claro.
El equívoco surgió, parece ser, a partir de un inspirado poema que le dedicó y publicó, en un aniversario –¿el décimo?– de su muerte, el clásico y católico José María Castiñeira de Dios, joven poeta de su círculo íntimo de cantores mientras la Capitana vivía, consecuente peronista (y redundante funcionario de Cultura) durante las últimas tres décadas. El famoso octosílabo cerraba una décima perfecta, en la que Evita decía: “Yo he de volver como el día / para que el amor no muera, / con Perón en mi bandera / con el Pueblo en mi alegría. / ¿Qué pasó en la tierra mía, / desgarrada de aflicciones? / ¿Por qué están las ilusiones / quebradas, de mis hermanos? / Cuando se junten sus manos, / volveré y seré millones”. Y no sólo ahí, sino que en otro tramo, que también suele citarse, Castiñeira escribe: “Aunque la muerte me tiene / presa entre sus cerrazones, / yo volveré de la muerte. / Volveré y seré millones”. Nunca he visto el poema o los poemas enteros, cito de citas, pero es suficiente para probar la intervención del poeta. Sin embargo, se trata sólo del comienzo de la cuestión.
Es que, como recuerda Capanna –y también lo han hecho otros, sobre todo en España–, si no lo dijo Evita, tampoco Castiñeira tiene la prioridad del dicho, pues una década antes, en Spartacus, de 1951, Howard Fast habría puesto la expresión en boca de su héroe, el esclavo rebelde, el crucificado laico. La poderosa novela del judío comunista neoyorquino Howard Fastov (tal su verdadero nombre) fue un éxito impensado en su momento, plena caza de brujas macartista, pese a que ninguno de los grandes sellos la quiso publicar por su transparente contenido alegórico y debió hacerlo por su cuenta: esa historia ambientada en una República Romana del siglo I a. C. conmovida hasta tambalear por la rebelión de los esclavos tenía muchas resonancias en la escena contemporánea del ImperioAmericano. Pero uno va a la novela –editada en Buenos Aires por Siglo Veinte y traducida por Mario Marino en 1962– y se encuentra en la página 15 que las cosas no son exactamente así. En la escena, el gordo Flavio está sentado, como un guía del horror, al pie de la primera de las más de 6400 cruces –cada una con su crucificado– plantadas para escarmiento a lo largo de la Via Apia, de Roma a Capua, y les cuenta a los jóvenes aristócratas romanos de frívolo y morboso paseo que ha visto y oído morir a ese esclavo. Flavio aclara que no es Espartaco, quien fue descuartizado y dispersos sus miembros; éste es Fairtrax, un lugarteniente, un galo. “Sabéis qué fue lo último que dijo? ‘Volveré y seré millones.’ Nada más que eso. Gracioso, ¿verdad?”, explica Flavio y todos se interrogan sobre qué habrá querido decir. Y ésa es toda la mención en el relato original de Fast.
Claro que esto no es todo. Porque lo que no dice en la novela, Espartaco sí lo dijo en el cine, en 1960. Fue la primera superproducción de Stanley Kubrick, que venía de hacer Paths of Glory con Kirk Douglas y que en la misma vena testimonial y con el mismo actor y productor se jugó no sólo con la novela de Fast sino con el guión del prohibidísimo Dalton Trumbo, una de las víctimas de las listas negras de Hollywood. Y Trumbo metió mano en la novela, hizo su película, cortó y pegó. Sobre el final, dialogan Craso –Laurence Olivier–, el general romano vencedor, y un esclavo prisionero (Kirk Douglas) del que sospecha puede ser el líder rebelde. Pero nunca lo sabrá. En esgrima sutil, Kirk Douglas, que es Espartaco y morirá, sin darse a conocer y en tercera persona –como el Papa o Maradona– le dice a Craso lo que Espartaco diría de encontrarse en su lugar: “Volveré y seré millones”. Ahí, sí. Se puede suponer entonces que Castiñeira de Dios no leyó el libro –¿habrá traducción anterior al ’62 al castellano? No creo– sino que vio antes la película, cuando se estrenó en Buenos Aires, y retomó la hermosa idea. Las fechas coinciden: su poema es al cumplirse diez años de la muerte de Evita –junio del ’62– y se habla desde el llano, la desgracia y la persecución. Tal cual.
Pero hay algo más. Si uno va a Internet –o mejor, a Bolivia, que es mucho más rico e interesante– se enterará de que en Peñas, el 15 de noviembre de 1781 fue ejecutado por las autoridades coloniales un líder indígena llamado Túpac Katari (Julián Alpaza, en cristiano) que se había levantado contra la explotación de su raza. Uno lee que, a la manera de su contemporáneo y más famoso –para nosotros– Túpac Amaru, Katari fue descuartizado por cuatro caballos, y expuestos sus restos dispersos en distintos lugares de la región. Han quedado las últimas y amenazantes palabras que enrostró a sus verdugos y que los combativos indigenistas bolivianos recuerdan hoy: “A mí sólo me mataréis; pero mañana volveré y seré millones”.
Lo único seguro, a esta altura, es que la frase volverá. Millones de veces volverá.