› Por Juan Sasturain
El comienzo de Lady Sings the Blues –la autobiografía que escribió a cuatro manos con William F. Dufty, en 1956– es famoso: “Mamá y papá eran un par de chicos cuando se casaron. El tenía dieciocho años, ella dieciséis y yo tres”. Y sigue así, en ese tono y con esa precisión. Filoso, inolvidable. Como todo lo que hizo y se hizo en vida y fuera de ella Eleonora Fagan, tal el verdadero nombre de Billie Holiday, también apodada Lady Day, la mejor cantante de jazz de todos los tiempos idos y por venir.
La leyenda, como en el caso de Charlie Parker, su homólogo en muchos sentidos, la quiso una rebelde cuya independencia y sensibilidad fueron causa de una vida trágica. No es toda la verdad, claro. Ni la más interesante. La toxicomanía que la atrapó y maltrató intermitentemente por lo menos en las últimas dos décadas de su vida –murió en diciembre de 1959, a los 44 años, en la misma cama del hospital de Nueva York en la que estaba detenida por posesión ilegal de drogas– ha entintado demasiado vida y música y es fácil el cuadro de la “suicidada por la sociedad”. La película, el “biopic” que protagonizó Diana Ross –Lady Sings the Blues, precisamente– contribuyó a tergiversar, a través de un subrayado patético, una vida y sobre todo un arte mucho más ricos y complejos. Billie Holiday, antes que nada, fue una cantante excepcional, una artista. Nacida en Baltimore el 7 de abril de 1915, hace exactamente noventa y un años, ya de chica se cambió el Eleonora –“era demasiado largo para que alguien lo pronunciara”–, y cuando tenía seis años empezó, como lo había hecho su madre, a fregar pisos en casa de gente blanca de su ciudad natal. También les hacía los mandados a una madama y a las profesionales de un prostíbulo a cambio de que la dejaran escuchar los discos de la blusera Bessie Smith y del inventor Louis Armstrong, sus modelos iniciales, en la victrola del establecimiento. Ahí escuchó y se dio vuelta con la versión definitiva de West End Blues: “Cómo me ponía... Fue la primera vez que escuché a alguien cantar sin palabras. No sabía que él cantaba lo que se le ocurría cuando se olvidaba la letra. Ese ba-ba-ba-ba... significaba mucho para mí. A veces me ponía tan triste que lloraba a mares; otras veces el mismo condenado disco me hacía tan feliz que olvidaba que me había gastado toda la plata en la victrola”.
La quisieron violar a los diez, la metieron en un internado católico y cuando salió a los trece ya no volvió a la escuela. A los quince años atendía clientes en un prostíbulo de la calle 41 –“entre tanto me hacía lavar la ropa”–, pero no tardó en terminar en la prisión por no aceptar a un cliente demasiado rotoso que resultó ser todo un personaje de Harlem.
El orgullo le permitió zafar de la prostitución: se puso a cantar blues en los clubes de Harlem y allí la vio John Hammond –el “Magallanes del jazz”, según Nat Hentoff–, responsable de haber descubierto al mismísimo Count Basie, a Charlie Christian, incluso a Bob Dylan décadas después. La oyó cantar entre las distraídas mesas y no pudo creerlo: “Lady Day cantaba como un instrumento de viento”, la definió. Coincidiría ella, mucho después, al explicar lo suyo: “Trato de improvisar como Prez (su amigo Lester Young), como Louis (por Armstrong) o como algún otro a quien admiro. Me enferma cantar lo que está escrito. Yo necesito cambiar la melodía según mi manera de sentirla, y eso es todo lo que sé”. Suficiente, Lady.
En 1933, Hammond convenció a Benny Goodman de que incluyera a la regordeta cantante adolescente en una grabación. Fue la primera de una serie extraordinaria, sobre todo junto al pequeño conjunto del pianista Teddy Wilson. Billie brilló, se estabilizó como artista, pero no mejoró económicamente: “Entre 1933 y 1944 grabé más de doscientas caras –eran los viejos 78–, pero jamás cobré nada en concepto de derechos. Me pagaban veinticinco, cincuenta, hasta setenta y cinco dólares, por cara del disco... Eso era todo. Y yo me alegraba de recibirlos.” Relaciones personales desafortunadas y trabajo con las grandes bandas –Count Basie y Artie Shaw– ocuparon los años siguientes de una estrella que ascendía mientras comenzaba a tropezar con las drogas y la policía. Esa pesadilla –como sucedió con Parker– la perseguiría hasta el final. Lo que más la amargó y deprimió fue verse inhabilitada para trabajar en los clubes de Nueva York durante doce años después de haber cumplido una condena en el Reformatorio Federal de Mujeres de Alderson, Virginia, por tenencia de drogas. Eso la destrozó. El desgarrón le alcanzó la voz.
Hay quienes disfrutan más con la Lady Day de las grabaciones de fines de los treinta, con Teddy Wilson y su compadre Lester Young, dos sutiles, sensibles patinadores. Otros sienten que, como pasa con Judy Garland, nunca sonó mejor que al final, cuando sonaba “mal”. Eso es lo que Benny Green, que era músico y sabía hacer jazz y escribir sobre él como pocos, dice en The Reluctant Art sobre el arte de Billie en los años cincuenta: “Los adornos fueron desapareciendo, pero ese proceso, en el caso de ella puso al descubierto, de una vez por todas, el núcleo más auténtico de su arte, su manera de trabajar una letra. Si se escuchan sus últimas grabaciones teniendo esto presente, se dejan de ver y oír como los graznidos insufribles de una mujer que ya estaba medio muerta; son recitativos de una intensidad dramática que se hace insoportable, planteamientos tan francos y trágicos como nunca se hicieron en la música popular”.
La influencia de Billie Holiday sobre los cantantes de jazz fue tan amplia y profunda que sólo es comparable con la de Armstrong y Parker sobre los instrumentistas de jazz. Escuchar The Man I Love, Lover Man, Strange Fruit, Fine and Mellow o God Bless the Child por la inimitable siempre imitada Lady Day sigue siendo una experiencia definitiva.
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