CONTRATAPA
Más allá del corralito
Por José Pablo Feinmann
El Poder se estructura, en nuestro país, con la política sometida a la Banca y la Justicia sometida a la política y, carácter transitivo, a la Banca. Todo esto se redondea con la Policía, que siempre defiende el orden instaurado. De modo que si ése es el orden instaurado será para la defensa de ese orden que la policía hará fuego. Que, por decirlo claro, asesinará. El último suplemento No de Página/12 se dedicó a la violencia del Gobierno delarruista en su noche y su amanecer del final. La enorme foto de un adolescente baleado y la palabra NO en letras catástrofe definían el espíritu del suplemento y algo de ese espíritu trataremos, ahora, aquí, en esta nota, de recuperar, para insistir sobre él, ya que nunca será suficiente: no a la muerte, no a la represión, no al gatillo fácil, justicia verdadera para los que dieron orden de matar en la Plaza de Mayo y alrededores desde la impotencia de un Gobierno que se desmoronaba sin dignidad alguna.
Cito: “La represión dispuesta por el gobierno en retirada de Fernando de la Rúa derivó en 26 asesinatos, siete de los cuales ocurrieron en los alrededores de Plaza de Mayo, cuando la Federal decidió convertir el centro porteño en su Far West privado, persiguiendo manifestantes, lanzando gases con fervor casi pirotécnico y disparando goma y plomo a una multitud desarmada” (Pablo Plotkin y Mariana Enríquez, 10/1/002). Hay nombres para esta responsabilidad. Ramón Mestre era el ministro del Interior y Enrique Mathov el secretario de Seguridad. Se dice que fue Mathov quien, indignado, ordenó la limpieza de la plaza. (Nota: hay un notable film de Eduardo Mignogna que se llama Evita, quien quiera oír que oiga. Tiene testimonios de muchas personas. Algunos, desde luego, eran antiperonistas, pero nadie habló desde el odio. Recuerdo, por ejemplo, un testimonio emotivo de Silvina Bullrich y otro respetuoso de Félix Luna, radicales ambos. Todo así. Hasta que aparece un señor lleno de furia. Se llamaba Mathov, no recuerdo su nombre de pila. Y decía: “Evita era puro fuego y ese fuego la consumió en cenizas y de ella sólo queda eso: cenizas”. Cuánto odio, pensé hace años al ver esa película. Cuando asumió Enrique Mathov al frente de las fuerzas de seguridad del gobierno de De la Rúa inevitablemente pensé: “Ojalá no herede esa capacidad para odiar”. Pues no.)
Pero el responsable último no es el señor Mathov sino el jefe de ese gobierno, el presidente De la Rúa con toda su impávida y mentirosa fachada de hombre republicano y demócrata. Algunos se llenan de odio en medio de la derrota y deciden hacer pagar cara su caída. Tal fue el caso de De la Rúa, del ingenuo señor que dijo luego no saber nada de la represión, de quién dio la orden, en fin, de todo eso. De todo eso que costó 26 vidas. Hay otro asunto a tratar. Se puede leer en Internet un dato curioso, pero relevante: los representantes de Shakira le han aconsejado distanciarse momentáneamente de su novio argentino, ya que la cercanía podría destruir su carrera. Saben lo que hacen. Porque si De la Rúa es responsabilizado, también deberá serlo el autor del célebre discurso del Estado de sitio, el nefasto Antonito, una de las figuras políticas más turbias y que más daño le ha hecho al país. Mezcla patética de Rasputín, López Rega y Rodolfo Valentino, este marketinero manipuló a su manipulable padre a lo largo de todo su gobierno, ¿cómo no habría de tener responsabilidad en el desastre final? Y aquí seamos claros: el desastre final son los 26 asesinatos. Eso es un desastre. Lo demás: el corralito y todas las otras cosas se esfuman ante la gravedad de la muerte. Del asesinato.
Si se olvida la masacre de Plaza de Mayo, si se olvidan las muertes del 19 y 20 de diciembre, nada tiene sentido. La clase media volverá a caer en su economicismo y la policía y los ministros del Interior o secretarios de Seguridad (SS) sentirán que pueden seguir ordenando a la policía que tire a matar. Y la vida seguirá sin valer nada y seguiremos siendo una republiqueta, un país de asesinos y de muertos para los que nunca hay memoria ni justicia.
La cuestión (hoy) no es sólo pedirle a la Corte Suprema por la anulación del corralito. Las cacerolas tienen que clamar por algo más que por los depósitos; si no, seguirá todo igual. El Fondo –supongamos– les da el dinero, ellos lo reparten, todos se van a su casa y sólo quedan abandonados los muertos, como siempre. El cacerolazo del miércoles 19 (el que tiró a Cavallo) era amplio, abarcativo, económico-político: se oponía a un sistema político que servía despiadadamente a un sistema económico. Los manifestantes de hoy –si no quieren quedar confinados en tanto furiosos ahorristas– tienen que asumir la totalidad de la tragedia del país: pedir por la justicia, por el esclarecimiento de los asesinatos, preguntar quiénes le enseñan a la policía que puede matar con tanta facilidad, que tiene el derecho de hacerlo, ¿no hay nadie que le diga a un policía que cuando balea a un manifestante está cometiendo un asesinato y no defendiendo el orden? ¿Tan imposible es que, alguna vez, un policía sienta que no quiere matar porque sencillamente eso lo convertirá en un asesino? ¿Cómo se forma a un policía? ¿Cuál es la primera lección que se le da? No lo duden. Es la siguiente: es legítimo matar en defensa del orden instituido. No es así: la violencia es el último recurso del orden policial legítimo y sólo debe ser utilizada defensivamente, es decir, cuando la agresión se realiza con armas de fuego, no con piedras ni con piedras verbales, eso que llamamos insultos. La policía lleva armas y sólo es posible esto si se acompaña de una concientización acerca del respeto por la vida. De lo contrario, todos tendrían que llevar armas. Portar un arma debe ser paralelo a portar una conciencia moral que respete la vida del otro. Un policía que mata a un manifestante es un asesino y se acabó. Y el que le ordenó a la policía usar armas contra una muchedumbre desarmada es un asesino y un cobarde, ya que ni siquiera tiene coraje para apretar el gatillo por sí mismo. ¿No sabe un secretario de Seguridad a qué clase de policía le está diciendo: “Desalójenme la plaza”? ¿Desconoce la formación de esos hombres? En absoluto: sabe muy bien cómo están formados. No ignora, entonces, que –dada la policía que este país tiene– una orden semejante es, sencilla y brutalmente, una orden de matar. En suma, la Corte de la Suprema Vergüenza que tiene este país debe renunciar, no por el corralito, no por los ahorros de los frustrados veraneantes, sino porque respaldó al gobierno corrupto de Menem y porque protege a los gatillos fáciles de De la Rúa.
Por decirlo todo: si se trata de elegir entre pasar hambre, entre no tener un peso en el bolsillo y verlos presos a Mathov, a De la Rúa, a Mestre, a todos los que tienen responsabilidad en los 26 asesinatos de diciembre, elijo pasar hambre. Pero que los muertos tengan justicia.
Queda otra posibilidad: hay que totalizar, como diría Sartre. Y totalizar es advertir que nada –en un sistema– es una pieza suelta que exista por sí misma. La Corte de la Suprema Vergüenza que, en nombre de los banqueros, sostiene el corralito es la misma que protegerá a los “asesinos de escritorio”, como los llama Adorno. Si se quiere cacerolear, que se cacerolee contra todo, contra el maldito entero sistema: contra el corralito, contra los banqueros y contra los asesinos. Y, sobre todo, contra los asesinos, ya que en su efectividad final, en su poder disuasorio último, reposan siempre todos los sistemas, y muy especialmente éste.