› Por Juan Gelman
Era previsible: frente a las recomendaciones de la bipartidaria Comisión de Estudio sobre Irak (ISG, por sus siglas en inglés) –entre otras cosas, aconsejó a la Casa Blanca negociar con Irán y Siria para salir del pantano iraquí y recortar el número de sus tropas antes de enero del 2008–, el presidente Bush busca alivio en otra parte. Mantiene reuniones con generales retirados y expertos militares tal vez para fundamentar su negativa a aceptar esas conclusiones de la ISG. Aunque saludó el trabajo de la Comisión, W. Bush no está dispuesto a negociar con Irán ni a reducir los efectivos ocupantes. Lo dijo.
El lunes pasado, en compañía del vicepresidente Dick Cheney, escuchó las opiniones de tres generales retirados y dos especialistas que, desde luego, preconizaron la incorporación de más soldados en el ejército y en el cuerpo de marines, así como el aumento del abultadísimo presupuesto de guerra (The Washington Post, 12-12-06). También subrayaron la necesidad de cambiar el equipo encargado de la seguridad nacional y esto conduciría al reemplazo del jefe del Estado Mayor Conjunto, el general Peter Pace. Bush celebró el asesoramiento y aseguró que era “un componente importante” del “nuevo rumbo” a seguir en el país invadido. Las elecciones que dieron la mayoría parlamentaria a los demócratas no hacen mella alguna en su sanguinaria terquedad.
El pronóstico de la ISG suena implacable: “Las consecuencias pueden ser graves si la situación continúa deteriorándose”. Esta, la situación, no esperó el informe para empeorar. Los atentados suicidas, los ataques de las milicias chiítas contra la insurgencia sunnita –y viceversa– y los escuadrones de la muerte que impulsa EE.UU. provocaron el lunes pasado 111 muertos y 86 heridos; el martes, 110 y 247; el miércoles, 123 y 96, respectivamente, sobre todo civiles. Desde enero de este año, se duplicaron los ataques a las fuerzas de seguridad iraquíes y se cuadruplicaron los atentados contra civiles, con un saldo promedio de unas 3000 víctimas letales por mes. El ex primer ministro Iyad Allawi, que en su momento contó con la bendición de la Casa Blanca, señaló que el país está muy cerca del punto de no retorno y pidió que se implantara la ley marcial. Bush se toma su tiempo y avisa que no se dejará apurar para tomar una decisión sobre un probable –¿o improbable o cosmético?– cambio de estrategia. Lo cierto es que las fuerzas armadas estadounidenses no pueden siquiera controlar Bagdad.
Las advertencias de la ISG no son livianas: se acerca el caos, podría caer el gobierno iraquí, se produciría una catástrofe humanitaria, la intervención de países vecinos, la ampliación de la base de operaciones de Al Qaida, la caída del prestigio de EE.UU. en el mundo y el incremento de los enfrentamientos armados entre sunnitas y chiítas. Sólo que mucho de eso está ocurriendo ya: Irán financia y presta apoyo logístico y político a los partidos chiítas de la coalición gobernante, las autoridades sauditas no oponen ningún obstáculo a la corriente de voluntarios sunnitas que se trasladan a Irak para engrosar las filas de la resistencia, los choques entre chiítas y sunnitas causan una buena parte de las muertes violentas y la pregunta es si esta guerra sectaria se limitará a Irak o se extenderá al Medio Oriente entero. El daño está hecho.
La opinión pública norteamericana despierta. Una encuesta reciente de la cadena CBS reveló que el 75 por ciento de los interrogados no está de acuerdo con la estrategia de Bush en Irak y sólo el 25 por ciento la apoya. Un dato significativo: el 62 por ciento opina que fue “un error” enviar tropas a Irak. Otro: sólo el 15 por ciento piensa que EE.UU. está ganando la guerra y, por primera vez, una mayoría (el 53 por ciento) cree que no es probable que la gane. El miércoles 13 –también por primera vez–, W. Bush reconoció que “el enemigo está lejos de ser derrotado”. Pero agregó: “No vamos a desistir. Las apuestas son demasiado altas y las consecuencias demasiado graves”. No dejará Irak “hasta que el trabajo se haya terminado”.
La discusión en el Pentágono gira en torno del aumento o no de efectivos ocupantes. El general John Abizaid, comandante de las tropas norteamericanas en Irak, declaró el mes pasado ante el Congreso que el envío de 20.000 soldados más podría ser conveniente a corto plazo, pero sería insostenible por la escasez de personal del ejército y del cuerpo de marines. Pero el Estado Mayor Conjunto recomienda “intensificar el esfuerzo” enviando más tropas de la reserva y de la Guardia Nacional y un panel de legisladores demócratas ha denunciado que Bush pedirá al Congreso la aprobación de un fondo adicional de 100.000 millones de dólares para la guerra en Irak y Afganistán. Las recomendaciones más importantes de la ISG no parecen tener futuro, aunque una encuesta del Centro de Estudios Internacionales y de Seguridad de Maryland estableció que siete de cada diez estadounidenses apoyan las negociaciones con Irán y Siria, y que el 58 por ciento demanda la retirada de las tropas en un plazo de seis meses a dos años (www.pipa.org, 30-11-06). Tampoco faltan los conatos de rebelión en el Partido Republicano: el senador Gordon Smith anunció el martes 5 que ya no podía ser “un buen soldado” del proyecto de Bush y calificó el papel de EE.UU. en Irak de “absurdo, (tal vez) incluso criminal”. Gordon Smith fue el primer senador republicano que votó a favor de la guerra. Hay gente que cambia.
En este panorama de catástrofe anunciada, el primer ministro israelí Ehud Olmert sugiere que también Tel Aviv tiene armas nucleares –algo sabido desde hace mucho tiempo– y busca apoyos europeos para bombardear a Irán. El presidente iraní Mahmud Ahmadinejad, por su parte, insiste en la pretensión aberrante de negar “el mito” de la Shoá como si la tumba de seis millones de judíos no hubiera sido el aire, decía el gran poeta Paul Celan. Hay tercos que no cambian nunca.
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