› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
X vuelve a enfermarse y vuelven a internar a X y –mientras la ambulancia corre aullando su canción roja por las calles de Buenos Aires– lo único que hace X es rezar. No reza por su enfermedad pulmonar (a la que ya se ha resignado) ni por los suyos (pidiendo protección para ellos en caso de que esta vez sea la última y la vencida). No, nada de eso. X reza porque no vuelva a pasarle lo mismo que le pasó la última vez que lo llevaron a la clínica. Y está claro que las plegarias de X están mal redactadas o que hay algún tipo de desperfecto en la línea de oraciones y ruegos o que, simplemente, alguien ahí arriba tiene un más que cuestionable sentido del humor. Porque X es depositado en su habitación y, de pronto, se escucha un tumulto como de ola gigante avanzando por los pasillos de la clínica y la mujer y los hijos de X miran por la ventana y, temblando, susurran: “Uy, afuera está todo lleno de cámaras de televisión”.
DOSX se llevó a la clínica su computadora y me escribe un e-mail donde se lee: “A que no sabés qué pasó. Volvieron a internarme. Y volvieron a internarlo a El. En el mismo piso en el que estoy yo. Otra vez. Como hace unos años, ¿te acordás?. La historia se repite. La historia es circular. Me siento como si estuviera perdido dentro de La invención de Morel o de un episodio de Dimensión desconocida o algo así. Comienzo a sospechar que soy parte de un experimento que desconozco y cuyo propósito no alcanzo a comprender. Seguiremos informando”. Después, X me pregunta cómo va todo por aquí y me dice que tiene que dejar de escribir porque se aproxima, puede oírla, una procesión de fieles lanzando aullidos y flagelándose. X me comenta que las fuerzas de seguridad de la clínica –a las que se han sumado los enfermeros más jóvenes– todavía resisten, pero que no pueden asegurar por cuánto tiempo más podrán contener a los acólitos. X me dice que tiene miedo, no por él sino por los suyos, y que les ha pedido, les ha ordenado, que ya no vuelvan, que se olviden de él. Después me pregunta si por aquí salió la noticia en televisión. Le contesto que sí. Me pregunta si le dedican mucho espacio. Le digo que no mucho, que bastante menos que la última vez. Le digo que acá están más ocupados con Gabo, que aparece por todas partes y con cualquier excusa, que se escriben largas notas sobre el lápiz negro con el que lo corrige todo, sobre sus camisas a cuadros, sobre cómo éste o aquél estaba a su lado en el momento preciso en que se le ocurrió la idea para Cien años de soledad o sobre cuando empeñó la máquina de escribir o algo así para poder pagar las estampillas para poder enviar a Buenos Aires la primera mitad del manuscrito y que, al hacer el paquete, se equivocó y puso la segunda mitad, por lo que tuvo que salir corriendo a buscar más dinero para enviar la primera parte, algo así. Le comento que también vi, en La Jornada y en The New York Times, una foto que muestra al escritor colombiano sonriente y con el ojo en compota después de esa legendaria pelea que tuvo con Vargas Llosa hace más de tres décadas. Pero, raro, que no la vi publicada en El País de España donde, por estos días, el alias Gabo es la palabra más impresa luego de la sigla ETA. Le digo que, en un artículo, alguien le dice “Arcángel Gabriel”. “Ah, un arcángel es poca cosa... Yo aquí al lado tengo a Dios”, me responde X con un suspiro electrónico.
TRESX me pregunta qué es lo que dicen acerca de “todo lo que le está pasando a El para que todo esto me pase a mí”. Le digo que dicen que “come mucho asado y toma mucho alcohol” y que “la culpa es del entorno”. “Ja”, ríe X casi en cortocircuito desde tan lejos, “Pero si su entorno es El mismo. El es tan grande y tan gordo que, aunque esta vez esté más flaco, su propia carne es su entorno. Todo empieza y termina en él mismo. Después de todo, ¿no es ésa una de las condiciones imprescindibles para calificar como ser divino y todopoderoso?” Y agrega: “Lo peor de todo es que ya sabemos cómo sigue esto: va a salir, va a decir cosas como ‘Me vi el corazón como una milanesa’ (o, mejor, ‘Me vi el hígado como una provoleta’), recordará que le dieron un título en Oxford ‘para que aprendan los que pensaban que todos los futbolistas eran unos ignorantes’ y después, repuesto, escribirá un nuevo tomo de sus memorias y aparecerá en algún programa de televisión llorando por sus hijas y haciendo jueguito con pelotas de tenis o con naranjas. Todo se repite, siempre. Por Dios: este tipo no es Dios... ¡Este tipo es la Argentina! ¡Si hasta la fonética del nombre del país se parece a la del suyo! ¡Nuestro país tiene nombre de jugador de fútbol! ¡Intercambiarlos ya que nadie se va a dar cuenta!”. Después, me parece, X delira. Me dice que habría que suplantar todas esas abstracciones del tipo sensación térmica o riesgo país, quitarles el térmica y el país y suplantarlos por “el nombre o por el apellido de El”. Después me dice que ayer tuvo un sueño terrible: “Soñé que a pedido de El –hágase su voluntad– traían desde Cuba a Fidel Castro para que estuvieran juntitos, internados. Y que Chávez venía a visitarlos y que transmitía su programa televisivo-radial-psicotrónico desde un quirófano de la clínica”. Después, X me informa que escucha ruidos cada vez más fuertes y que “creo que se está combatiendo en el segundo o en el tercer piso”.
CUATRONo recibo noticias de X desde hace un par de días, por lo que decido distraerlo con otra historia, lejana, de fanatismos extremos. El caso de Yang Lijuan, fan absoluta del actor y cantante Andy Lau, protagonista de Infernal Affairs, versión original de la película con que Scorsese ganó el Oscar. Parece que Yang Lijuan era tan fanática que llevó a la ruina a su familia. Su padre, campesino de Ningxia, vendió hasta lo que no tenía para que su hija pudiera acercarse a su ídolo. Cuando ya no le quedaba nada, el padre se presentó en una clínica para vender un riñón. Andy Lau se enteró del despropósito y accedió a fotografiarse con la joven no sin antes criticar a “los hijos egoístas que abusan de sus padres”. Pero la muchacha no se conformó con esos pocos minutos y se volvió más loca y el padre, desesperado, acabó arrojándose a la Bahía de Kowloon no sin antes dejar una carta suicida donde maldecía al actor por haberle arruinado la vida y desairado a la niña de sus ojos. Viuda e hija solicitaron una ampliación de su visado para Hong Kong no para quedarse a los funerales del pobre hombre sino para ver si ahora Andy Lau accedía a una cena a solas o algo así.
La respuesta de X me llega a los pocos minutos y la leo con los ojos abiertos por el espanto: “Buena idea. Voy a darle mi hígado. Se lo regalo y que le aproveche. Tal vez así me deje en paz. Quizás así tengamos paz todos... Ha llegado el momento de los grandes sacrificios. ¡El Horror! ¡El Horror!”.
Ya van varias veces que llamo a la clínica, pero me dicen que no hay ningún paciente con el nombre de mi amigo. Al fondo se escucha, como si se tratara del cántico subterráneo de potencias ancestrales, un “Oéoéoéoé Iéo Iéo”, y es un sentimiento, y no puede parar, nunca más.
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