› Por Rodrigo Fresán
Desde Barcelona
Las elecciones en Francia, el triunfo de Nadal sobre Federer en Montecarlo, el gol de Lionel “Forrest Gump” Messi, Diego “Se Me Escapó la Tortuga” Maradona rumbo al psiquiátrico, las largas jornadas del juicio por las bombas del 11-M, el muro de Bagdad, la largamente anunciada como inminente explosión de la burbuja inmobiliaria española, el cadáver político de Yeltsin, la espantosa última novela de Paul Auster, el compulsivo fragor de Sant Jordi (histérico día del libro catalán sobre el que ya he escrito demasiadas veces), el futuro incierto de Ronaldinho, la rígida gestualidad mediática de Zapatero (a quien semanas atrás le preguntaron en vivo: “¿Cuánto vale un café?”) versus la más relajada gestualidad de Rajoy (a quien en el mismo programa una ciudadana de a pie le disparó: “Si no es mucha molestia, ¿le puedo preguntar cuánto gana?”), la falta de viento en la regata de Valencia, los problemas revisionistas que al PP le causa la Ley de la Memoria, la chica que ya no será futura reina de Inglaterra, las elecciones municipales que se vienen, el verano que promete ser agobiante, los nuevos hallazgos en cuanto a qué mueve los motores de la sexualidad humana, el descubrimiento de que comer carne de ternera en el embarazo perjudicará la eficiencia reproductiva del esperma de los hijos (¿alguien puede explicarme cómo se llega a semejantes conclusiones?), las cintas del asesino de la Virginia Tech University, la pareja que se agarra a tiros en la sede central de la CNN y el tipo que se pone a disparar en la NASA, los que siguen publicando extáticos artículos sobre Gabo, el horror de un nuevo disco de Carlinhos Brown, las discusiones entre compañías aéreas por la repartija de espacio en la ampliación del aeropuerto de Barcelona, los detestables ciclistas que han tomado las veredas de la ciudad, la trayectoria del asteroide que quizá choque con la Tierra en el 2036 y el hallazgo de un nuevo planeta hipotéticamente habitable (y seguramente destruible)... Todo esto y mucho más es lo que sale de todas partes para entrar en nuestras respectivas cabezas. El oscuro estruendo de un ruido blanco que no cesa y que nos obliga no a entender pero sí a atender una cantidad de cosas que no nos importan en absoluto o que, por lo menos, no deberían importarnos. Pero ahí están. Y, sí, hay momentos en que a uno le dan ganas de tirarse por la borda.
Lo que me lleva a una de las dos noticias de los últimos días que a mí me interesan de verdad: la desaparición de toda la tripulación –en plan Mary Celeste– del velero/catamarán “Kaz II” flotando vacío a unos 160 kilómetros de la costa australiana. La mesa puesta para el almuerzo, todo el instrumental técnico en perfecto estado, los chalecos salvavidas intactos, la despensa llena de provisiones, pero ni rastros del experimentado navegante Derek Batten y sus amigos. Me enteré del asunto el pasado sábado y no volví a leer nada sobre el misterio. Y emociones encontradas, claro: las ganas de que todos estén bien pero, al mismo tiempo, de que el misterio nunca se explique y que denota la existencia de algo más allá de nuestro entendimiento. Porque lo que en realidad no soportamos es vivir sometidos a un sinfín de explicaciones para que, al final, no se entienda absolutamente nada.
A Kurt Vonnegut –fantasmal invitado de esta sección durante las últimas semanas– le gustaba distraer a sus personajes del caos apocalíptico, poniéndolos a inventar en sus novelas religiones que los ayudaran a comprender lo incomprensible. Así, la Sociedad de la Camisa Santa, la Iglesia de Nuestro Señor Jesucristo El Secuestrado (quien vino por segunda vez pero fue hecho prisionero) y la final y sin atenuantes y muy verosímil Iglesia de Dios el Definitivamente Indiferente a Todo. “Por supuesto que pienso que la Iglesia puede ser un gran consuelo, porque pocas cosas resultan más consoladoras que el que nos mientan constantemente... Yo creo en algo, pero no sé en quién. De ahí que mi versión del Padrenuestro comience con el siguiente verso: A Quien Corresponda...”, dijo Vonnegut en una entrevista.
La Iglesia Apostólica Romana y su Gran Jefe (a quien podría llamarse al Papa “Pez Gordo”, porque después de todo el pez fue el símbolo del cristianismo antes de que cambiaran de agencia publicitaria para relanzarse con la Cruz –artefacto de tortura– como marca registrada), que no conforme con haberse ofendido porque ha vuelto a mancillarse la memoria de aquel antiguo colega que no se movió mucho cuando los nazis hacían de las suyas, ahora ha vuelto a ocuparse de uno de sus temas favoritos: los límites y propiedades de esa twilight zone espiritual conocida como limbo. Algo así como una estación celestial a la deriva. Ni tormento, ni gloria. El lugar hacia donde, hasta hace poco, iban los niños que morían sin ser bautizados. Una de las muchas crueldades doctrinarias que, supongo, obligaban a un sacerdote a presenciar partos y lanzar agua bendita por las dudas. El limbo como local que ahora ha sido cerrado porque reflejaba “una visión excesivamente restrictiva de la salvación” y porque existen “serias razones teológicas para creer que los niños no bautizados que mueren se salvarán y disfrutarán de la visión de Dios”. De este modo, esta “hipótesis teológica” ha sido clausurada definitivamente. Pero a mí no me engañan: cambio de ramo. Necesitan más lugar para ampliar el infierno. O tal vez sea un VIP del cielo que, seguro, será infernalmente divertido y nada que ver con todas esas nubecitas. En cualquier caso, Benedicto XVI apuesta a la figura de un Dios castigador dispuesto a poner orden en esta “viña devastada por jabalíes” y todo eso. Volver a los viejos tiempos y terrores –empezar por amenazar con las llamas de la excomunión a los que acaban de votar la legalización del aborto en el muy católico México DF– y desmontar las sutilezas que en 1999 propuso su directo antecesor y futuro santo automático Juan Pablo II, quien había explicado que purgatorio, cielo e infierno no eran “lugares físicos” sino “situaciones”. El porqué de aquello era obvio: las encuestas –lo leí en un artículo de Juan G. Bedoya en El País– revelaban que el 60 por ciento de los feligreses creía en Cristo, pero no en las diferentes colonias de vacaciones o penitenciarias propuestas por el catecismo más retro. Es una pena, porque lo que en realidad permitía –lo que autorizaba– el descarte de tanta ala y aureola y de tanto azufre y tridente era la posibilidad de que cada uno diseñara su propio paraíso y su propio averno. ¿El cielo como un barco vacío? ¿El infierno como la obligación de vivir eternamente pendiente del Diego? ¿O viceversa?
El purgatorio, se sabe, es igual para todos y es exactamente así, y –digan lo que digan, a diferencia de Dios– está en todas partes.
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