› Por Sandra Russo
La vida es amable y fácil sólo para los demás. Cuando se trata de uno, las cosas suelen ser bastante complicadas. Los demás, algunos de los demás, disfrutan. Uno los ve en la calle, en el barrio o en las revistas. Disfrutan del auto nuevo si es que se han comprado uno, o de un amor imprevisto, si es que se han enamorado y son correspondidos, o de una buena sopa casera charlando con la pareja, mientras los niños alborotan la casa. Este último ejemplo, este último verbo, mejor dicho, ilustra perfectamente lo que quiero decir: los niños de algunos de los demás alborotan la casa, mientras los hijos de uno hinchan las pelotas. Perdón por el término, pero no es reemplazable.
Así son las cosas cuando todo va sobre rieles. Es un desliz de la propia cabeza creer que la vida es amable y fácil sólo para los demás. Es que todos estamos un poco agobiados, ¿no?. Sobrecargados. Con muchos frentes abiertos a la vez. Los demás, al menos algunos... uno los ve, en su miopía de cansancio, en tránsito hacia algún estado bienhechor, hacia algún limbo que los libere por un rato, una noche, de todo lo que hay que hacer. Quiero decir: aunque uno lidie con sus obstáculos personales, en épocas normales uno guarda la sospecha de que para algunos las cosas son más lindas, y también guarda la esperanza de que sean lindas para uno.
Pero cuando todo colapsa, como parece estar sucediendo en Buenos Aires, ese marco mental que nos sostiene aun cuando alguien tenga un trabajo de catorce horas, aun cuando la plata que gana no alcance para apropiarse de nada exclusivamente placentero, aun cuando un viaje largo e incómodo de regreso al hogar haga prever un ánimo exasperado que le impida admirar el último dibujo del hijo menor, esa sospecha del bienestar ajeno y esa esperanza en el bienestar propio también colapsan.
Cuando los horarios de los trenes de Constitución son suspendidos como casi siempre y los pasajeros pobres no son tratados como clientes de líneas aéreas, como señores pasajeros, sino ignorados como ganado de matadero, no debería suceder nada, porque el maltrato en la línea Roca es estructural. La concesión incluía el maltrato que el Estado le había dedicado siempre a la zona sur. Si se buscan ejemplos de cómo están divididas la ciudad y sus alrededores, los trenes son el ejemplo perfecto. No debería pasar nada, digo, porque el maltrato es ordinario. Pero en un determinado momento, imposible de prever pero perfectamente olfateable, unos y otros se miran en el andén y se dicen las cosas que sienten, y ahí cae la sospecha del bienestar ajeno y la esperanza en el bienestar propio. Extraordinariamente, la gente comparte su hartazgo y su rabia. Y eso provoca fuego.
El viaje en subte en horas pico, por otra parte, que es la mejor de todas las opciones para atravesar esta ciudad colapsada, es en sí mismo una pesadilla. Nadie que baje a un subterráneo en hora pico lo hará sin estar preparándose, al mismo tiempo, para pasar un rato de ahogo, sofoco, apretujones, mal olor, patadas, pisotones, cabezazos, a los que puede sumarse un imprevisto corte de luz o desperfecto técnico, y en eso nadie quiere pensar porque si lo hiciera no podría viajar: la mayoría de los usuarios del subte hace un ejercicio mental para evitar pensar lo que es probable que le pase. Pero aun así, no hay nada peor que el no viaje en subte. No hay nada peor que una redistribución abrupta y sorpresiva de los pasajeros de subte en colectivos y taxis. Una sensación de estupor y caos recorre la ciudad. Y eso genera la materia prima de un desencanto colectivo: allí también está muriendo la sospecha de un bienestar ajeno y la esperanza en el bienestar propio: el colapso es primero el colapso de esa sospecha y de esa esperanza.
Buenos Aires es hoy una ciudad llena de trampas y obstáculos que les hacen la vida imposible a sus habitantes. A la ciudad magnífica que recorren los turistas y que todos amamos, esa ciudad de marcas de carácter fuerte, diversa, estilizada, se le superpone otra Buenos Aires, de una hostilidad creciente, de una agresividad que late en el pulso cotidiano.
¿Por qué no se habla del colapso? En la construcción, en las calles, en la limpieza, en el transporte público, en el tránsito, en la vivienda. ¿Por qué si estamos por votar un nuevo jefe de Gobierno no se habla de colapso? ¿Por qué la política no enuncia con la palabra apropiada la sensación colectiva de estar a un paso de un desborde?
Es tarea de la política devolverle a la gente la sospecha del bienestar ajeno y la esperanza en el bienestar propio. Son sensaciones ontológicas que sólo pueden germinar en un marco general con garantías mínimas. La política, en su forma más amplia, debería ocuparse de apagar ya esas llamas imaginarias que enciende el desencanto. Todos sabemos que estamos colapsando. Queremos saber también qué vamos a hacer con esto.
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