› Por José Pablo Feinmann
Tantas cosas los unen. Algunas los separan: uno era músico; el otro, historietista y escritor. Recordarlos y unirlos ahora es –para mí–- inevitable: George Gershwin murió el 11 de julio de 1937, hace setenta años. Roberto Fontanarrosa ahora nomás, durante estos días de julio que se tiñeron con el dolor de su partida. Fueron dos grandes creadores populares. El reconocimiento de los críticos serios se les hizo esquivo en los comienzos, pero fueron apropiándoselo con el tiempo y lo disfrutaron en vida. A los dos, los amó y los lloró todo un país. George fue y será más universal. Pero es un detalle. George fue el músico de un capitalismo pujante, de una ciudad loca y luminosa a la que él, en su momento más deslumbrante, expresó. La música de George crecía al ritmo de los rascacielos. Si le puso –o se proponía ponerle– Rapsodia en remaches a su Segunda rapsodia era porque quería expresar el ruido de los perforadores contra las vigas. El Negro nunca se fue de Rosario.
A George los puristas todavía quieren mantenerlo a cierta distancia. Como un diablillo que se metió entre Brahms y Stravinsky o Bartók y conviene analizar si eso es justo o sólo se debe a la irresistibilidad de su música, que todos aman. Pero como músico, ¿era realmente tan grande como para estar ahí? Una señora que sabe mucho de música, que ama a George pero dice que algo así le ocurre porque no puede resistirse a él, aunque, aclara de inmediato, está a “considerable distancia de Ravel, Stravinsky o Poulenc”, es Pola Suárez Urtubey. En 1992, Porgy and Bess abrió la temporada lírica del Colón. Suárez Urtubey escribió los comentarios correspondientes en el programa. Señaló debilidades estructurales en la obra, le reprochó su abundancia de cantabiles y la escasez de recitativos y, por fin, exclamó: “Pero, ¡quién se resiste a Gershwin!” Y admitió, a renglón seguido, que los cantos de los pregoneros de Catfish Row (pequeña aldea del sur en que tiene lugar la ópera) son “joyas musicales”. Ahora, con motivo de los setenta años de la muerte de George, sacó una nota en La Nación: “¿Quién se resiste a Gershwin?” Y menciona otra vez la “distancia” con los otros creadores: Prokofiev, Ravel, Stravinsky o Poulenc”. Ocurre como si no pudiera entregarse por completo a la gloria de la música de George sin disculparse y atribuir su reconocimiento a una cierta fascinación que el compositor ejerce sobre sus cultos oyentes, como si fuera un salvaje lleno de encantos para cultos turistas que vienen de una civilización superior. Ya se le va a pasar. Lo importante es que ama a Gershwin y lo recordó inobjetablemente en el aniversario de su muerte. De esa muerte prematura, absurda, que es para todos nosotros una queja interminable. ¿Por qué él, por qué justamente George, se fue a los treinta y ocho, casi treinta y nueve años? Nos robaron su madurez, el desarrollo de su arte, su autorreflexión, la marca de una vida plena, con dolores y alegrías, con melancolías, con odios, con contradicciones, con etapas de sequía y otras de sobreabundancia. ¿Qué tesoros nos habría dado la madurez de Gershwin? Habría seguido estudiando, ya que era muy consciente de su formación escasa. Habría viajado mucho, porque le gustaba y le brotaban ideas al hacerlo. Habría escrito un ballet y otro concierto para piano. Por decirlo todo: habría vivido más, habría escrito más música y la vida de todos nosotros habría sido mejor por el solo hecho de oírla. Pero no hay ninguna distancia entre él y los otros grandes. Gershwin fue un músico de dotes mozartianas. No le habría venido mal una formación alla Ravel, alla Shostakovich. Que quede claro: a ningún artista le viene mal estudiar, formarse, vivir durante años en el ambiente de su arte, con sus compañeros, discutir con ellos, competir o componer juntos. Pero la vida de George fue distinta. Era un muchacho judío, el hijo pobre de una familia de Brooklyn. No bien se sentó a un piano empezó a tocar como un loco, algo que no dejaría de hacer jamás. Tenía un ataque, una potencia y un ritmo formidables. Es cierto que no dejó para el piano una partitura como el “Gaspard” de Ravel. Pero Ravel se volvía loco cuando escuchaba a George en el piano y eso se nota en algunas de sus partituras. El Concierto en sol mayor y el Concierto para la mano izquierda son de 1931. George ya había compuesto su Rhapsody, su Concierto en fa mayor y sus Tres Preludios: hay mucho de ellos en los dos conciertos de Ravel. Y si uno lo piensa mejor y se arriesga habría que decir si esa “distancia” no se da a favor de Gershwin en un aspecto esencial. ¿Eran los grandes músicos más geniales que él? Eran, sin duda, técnicamente superiores. Y no me alcanzaría un libro para decir cuánto admiro a Ravel, a Prokofiev y aun a Poulenc. Pero no los encuentro más dotados que Gershwin. La Rhapsody in blue sólo puede entenderse como la obra de un genio, de un genio y de un loco. De un norteamericano de los años veinte. No hay quien no lo diga: ¡oh, cuántos defectos técnicos tiene la Rhapsody! De acuerdo: hay temas que se repiten, se llega algo forzadamente al Andantino moderato de la parte central y seguramente algo más también. Pero, ¡a quién le importa! Porque tampoco hay quien lo ignore: la inventiva del compositor, su audacia, la belleza de sus temas fueron diseñados para la eternidad. Y llegó otras veces a alturas semejantes y superiores. Tardíamente, Gerardo Gandini descubrió la Second Rhapsody. La tocó para un ballet que reunió a dos bailarines argentinos, Guerra y Bocca. Lo vi esa noche. Llegó a una fiesta, fue al piano y tocó Love is Here to Stay. Después hablamos de la “rapsodia en remaches”. Sobre todo de su parte central. Recuerdo todavía la cara de Gandini cuando, como resumen de todo, dijo: “No hay caso: era grande en serio George”. Sus canciones tienen un ritmo que Bartók podría envidiar. Su ópera tiene un duetto entre Porgy y Bess que, cierta noche, Alberto Favero tocó en Clásica y Moderna. La gente aplaudió a rabiar, pero Alberto les mostró la partitura y les dijo: “Esto hay que aplaudir”. Se alejó del piano y se detuvo junto a mi mesa. Nos queremos mucho y además somos, los dos, gershwinianos. Me mostró la partitura, le brillaba la cara y respiraba sofocado. Me preguntó algo imposible de responder. Ahí, agitando la partitura, preguntó: “¿De dónde lo sacó? ¿De dónde lo sacó?” Siempre que escucho “Bess, You is My Women Now” (en sus infinitas versiones posibles, ya que nadie le ha dado tanta materia prima al jazz como George) me pregunto lo mismo: “¿De dónde lo sacó?” O también: “¿Qué dioses le dictaron ese cantabile?” Y si el tango dice: “¿Dónde estaba Dios cuando te fuiste?” a lo largo de mi vida, tantas, tantas veces, me pregunté dónde estaba Dios cuando Gershwin se moría, en California, en julio de 1937, de un tumor cerebral.
Con el Negro todo es muy parecido. Hay un consuelo: vivió más. Aunque murió mal, de una enfermedad que nadie merece, y que él sobrellevó ejemplarmente. El Negro, como George, tenía dotes mozartianas y las usó para dibujar historietas. Aunque, después, empezaron sus rapsodias y sus conciertos para piano y sus óperas, que fueron sus libros. El reconocimiento se le hizo duro. ¿Desde cuándo pedía un lugar en la literatura un tipo que dibujaba tiras cómicas, chistes, Inodoro Pereyra o Boogie? (¿Saben por qué Boogie se llama “el aceitoso”? Porque el Negro conocía los dibujitos animados del Súper Ratón, cuyo adversario más temible se llamaba Harry el aceitoso y tenía una capa, un bigote de villano, una sonrisa maligna y perseguía a Perla Pura, la noviecita del Súper Ratón, a la que éste siempre salvaba). Había un canon literario que expulsaba a todos menos a tres, ¿qué esperanzas podía tener el Negro? Pero le importaba una mierda el canon. Seguía escribiendo, le gustaba escribir y, como George, tenía deficiencias técnicas, le brotaban gerundios, cacofonías o discordancias entre género y número, pavadas. Lo grande era la imaginación inigualable del Negro. Las historietas –digamos– eran para él lo que para George las canciones y los libros sus trabajos más ambiciosos. Sin embargo, mezclaba. A veces le gustaba tanto una historieta que la escribía. Esa al que a un boxeador le arrancan la cabeza de una piña y el tipo sigue peleando. Y de la platea alguien lo alienta: “¡Dale, no te entregués!” El último cuadrito nos muestra a la cabeza del pobre tipo, arriba de un banquito y gritando dale, no te entregués. Uno le ha envidiado tantas cosas. Y sentía, al quererlo tanto, que esa envidia era una forma desaforada de la admiración. “El mangrullo estaba tan alto que al vigía lo arrestaron por desertor”. Como decía Favero de George: “¿De dónde lo sacó? ¿Cómo se le ocurrió eso?” Mangrullo da altura. Si uno lleva la altura más alto, bien alto y pone ahí al vigía, el vigía está, a lo sumo, muy alto. Pero, ¿que lo arresten por desertor? “¿Cómo se le ocurrió eso, de dónde lo sacó?”
Cierta vez, Guillermo Saavedra organiza una antología: escritores argentinos eligen sus cuentos predilectos. Aquí la tengo, a la mano. Se llama: “Mi cuento favorito”. Están Kafka, Cheever, Poe, Conrad. Yo puse “El mundo ha vivido equivocado”, de Roberto Fontanarrosa. Recuerdo cierto asombro de Saavedra a través del teléfono, porque demoró un cachito antes de volver a hablar. Pero cuando habló estaba contento: “Pero, che, qué buena idea”. Y después, cuando escribió al final la reseña biográfica del Negro, puso: “Humorista gráfico excepcional y narrador de inusitado talento”. El Negro estaba entrando a pie firme en la zona esquiva del reconocimiento. A los pocos días de aparecer “Mi cuento favorito” me llega una carta suya. Recibir una carta del Negro era saber de quién era sin darla vuelta, sin mirar el remitente, digo. Ahí estaba su letra, la de los chistes. Me agradecía que hubiera puesto su cuento y me mandaba de regalo un dibujo de Inodoro con Mendieta al lado. Ahora bien, escuchen esto: si hoy me preguntaran qué cuento del Negro elijo, no elijo “El mundo ha vivido equivocado”. Elijo “Mamá”. Es tan oscuro, tan irreverente, tan desfachatado ese cuento que sólo él podía escribirlo. Más aún en un país que rinde culto a las santas madrecitas. Un país cuya música identitaria venera esa imagen cuasi santa. “Pobre mi madre querida”. “Sólo una madre nos perdona en esta vida”. “Hoy que no tengo más a mi madre”. “Mamá” vomita sobre la “madre”. La madre de “Mamá” es (primero) fumadora. Pero éste (dice el narrador) no es su peor defecto. Porque “Mamá” es alcohólica. Pero éste tampoco es su peor defecto porque “Mamá” es... Y así hasta que un médico le dice una palabra (“su madre es...”) que el narrador no quiere oír y menos averiguar qué significa. Es de una transgresividad bestial. Y démosle a estas palabras transitadas su sentido más poderoso. Cambio muchas, muchísimas líneas de Saer por “Mamá”. Y de otros. Y de otros. Y mías también, a montones. Un grande, el Negro. Igual que George. Mozartianos los dos. Como el Cielo no existe no estará ahora George tocando “El amor está aquí para quedarse” y el Negro contándole cuentos o chistes de Boogie el aceitoso. No están ahí, pero tampoco están enterrados, sin retorno. Gente así –como ellos– no se va nunca. Ni al Cielo ni a los seis pies bajo tierra correspondientes. Se sabe, se ha dicho hasta el hartazgo el consuelo inevitable: vivirán en nosotros, son inmortales, vivirán mientras haya vida. Pero no hay caso: a uno le duele mucho que se mueran. Sobre todo cuando tantos cretinos se quedan vivos. Le duele –a uno– no esperar nada nuevo. Tener que volver una y otra vez, infinitamente, sobre lo que dejaron, sobre lo que ya hicieron. No preguntarse: “¿Qué chiste dibujó el Negro hoy?” O también: “Leí que Gershwin trabaja en una nueva ópera”. No, a joderse entonces. Serán inmortales, quién podría negarlo, porque siempre escucharemos o leeremos su obra. Pero ya no habrá un día en que nos llegue una noticia fresca. Un chiste nuevo. Otro cuento genial. Otra rapsodia imparable. Nos queda la única tarea posible: poner nosotros lo nuevo en lo que ellos nos dejaron. Escucharlos de otro modo. Leerlos con frescura, otra vez y exprimiéndolos. Pero estamos muy lejos de lo que ellos fueron. Y si algo nuevo –luego de enormes esfuerzos– extraemos de su herencia brillante será un diamante pequeño, opaco, a la medida de nuestras limitaciones. Se murieron y eso no tiene arreglo. Sobre todo para ellos. Qué bronca.
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