› Por Mempo Giardinelli
“Pero cómo es posible que se siga muriendo tanta gente por desnutrición en el Chaco”, escucho decir en los telenoticieros y en las radios porteñas que aquí repiten diversas estaciones de FM.
Algunos programas matutinos han llamado incluso al ministro de Salud local y lo cuestionan acerca de las condiciones inhumanas en que están sumidos millares de aborígenes, olvidados de toda asistencia eficaz y prisioneros del más infame clientelismo político.
Y está bien que lo hagan, aunque las denuncias duran sólo unas pocas horas. Que son aprovechadas, eso sí, por los que se golpean el pecho, los que reclaman imposibles soluciones inmediatas, y, desde luego, los que hacen antikirchnerismo de ocasión como antes hicieron la vista gorda.
En el asunto se combinan, de un lado, la increíble supervivencia de un ministro provinciano que no renuncia ni por vergüenza y, del otro la mirada prejuiciosa de muchos comunicadores porteños que, además de hacer gala de una tenaz ignorancia geográfica, sueltan sus verborreas opinativas hacia uno de dos extremos: o idealizan la vida provinciana con fascinaciones exageradas o pontifican sobre la cotidianidad en las provincias con miradas como las de ciertos turistas con pretensiones sociológicas, todos con una liviandad que resulta entre graciosa e irritante.
Lo cierto es que lo que se magnifica o idealiza se ve siempre mal, o distorsionado, o simplemente no se ve.
La exaltada denuncia periodística de que aquí murieron cinco aborígenes por desnutrición, como salió en todos los medios nacionales, no dice, como debiera, que lo que hay acá es un miserable uso político porque está caliente la elección a gobernador y entonces “se tiran unos a otros con indios muertos”, como dice un remisero amigo mío que se llama Alberto, mirando hacia un puñado de aborígenes autoencadenados en la vereda de la casa de gobierno local.
Y es que acá todo el mundo sabe que los desnutridos en el Chaco son muchísimos. Son miles. Sin ir muy lejos, el aquí respetado Centro de Estudios Nelson Mandela acaba de denunciar 92 casos de desnutrición grave sólo esta semana.
A esos desdichados no hay quién los asista ni saque de ese estado calamitoso, infrahumano, y esto incluye a los organismos supuestamente encargados de ejecutar supuestas políticas indigenistas.
Por eso las argumentaciones del ministro de Salud local rozan lo burlesco: las muertes de los aborígenes se producen –dice él– por tuberculosis, chagas y excesos de alcoholismo. Ni una palabra para la falta de agua potable en una provincia que se inunda cada dos por tres, ni para el desmonte brutal que desprotege aún más a las comunidades originarias a las que expulsa de sus hábitat naturales ni, por supuesto, al hecho de que los legisladores chaqueños parecen oponerse en masa a la Ley de Bosques insólitamente cajoneada en el Congreso Nacional.
La vida aquí es mucho más compleja de lo que el imaginario periodístico porteño pretende saber. Por ejemplo, el Puente General Belgrano, también conocido como Puente Chaco-Corrientes (el que se supone nudo principal del Mercosur), es cortado cuatro veces por semana, entre dos y ocho horas diarias, por pequeños grupos de piqueteros. Y como la provocación y la intolerancia van de la mano, en cualquier momento puede producirse una tragedia que muchos estimamos anunciada.
La situación social aquí es ofensiva incluso visualmente. Como en las afueras de Rosario, Santa Fe o Córdoba, Resistencia también está rodeada por completo de un cuadro de miseria francamente medieval, que a cualquier porteño le haría pensar que la Villa 31 de Retiro es un barrio residencial de Miami.
No exagero. Vengan a ver. Deben ser unas 200 mil personas las que habitan en condiciones infames el cinturón resistenciano, mientras la Dirección Provincial de Estadísticas informa esta semana que la inflación chaqueña es cuatro veces mayor que la que declara el zarandeado Indec en Buenos Aires. Llevamos, a mitad de año, el 16% de inflación reconocida oficialmente.
Aquí casi todos los gremios estatales están en huelga, las escuelas chaqueñas son las que menos clases han dado en todo el año en todo el país, y encima son escuelas que están mugrientas, porque los Jefes y Jefas de Hogar que se supone deben limpiarlas no lo hacen, ocupados como están en sus propias protestas. Y este maldito invierno en que el frío bate marcas, conviene recordarles a los medios “nacionales” que en el Chaco no hay gas natural. Nunca lo hubo. Y ninguna escuela de esta provincia tiene calefacción adecuada para estos casi dos meses de temperaturas inferiores a los 10 grados.
Pero acá se paga el gas más caro del país (hasta 35 mangos la garrafa de 10 kilos), como también se pagan las naftas y el gasoil más onerosos, porque todas las estaciones de servicio aplican un absurdo “servicio de playa” de 15 centavos por litro y no hay tutía. Sumémosle que Menem nos dejó sin trenes y que ahora hay un solo vuelo de Aerolíneas por día, a veces dos, cuando hace unos años llegaban hasta seis servicios diarios.
Y como todo es política, para terminar digamos que la racionalidad ideológica chaqueña es difícil de explicar: el ex gobernador radical y ahora nuevamente candidato Angel Rozas, que aparentemente lidera todas las encuestas, recibe el apoyo de diversos dirigentes históricos del justicialismo del interior de la provincia. Por su lado el candidato opositor, el senador peronista Jorge Capitanich, recibe el obvio respaldo del gobierno kirchnerista pero también el más inesperado: los partidos PRO y Recrear locales han decidido apoyarlo, algo que –maravilla provinciana– no se consigue en Buenos Aires. Y la tercera en disputa, la hoy única legisladora provincial del ARI, Alicia Terada, hace una campaña de bajo perfil en la que lo más notorio parece la ausencia de la comprovinciana Lilita Carrió.
Mi amigo remisero me observa borronear estos apuntes mientras silba la vieja canción infantil de los indiecitos que se suman hasta llegar a diez y entonces se inicia la cuenta regresiva. Recuerdo una novela de Agatha Christie, un viejo filme de René Clair, incluso un tema de Louis Armstrong. Alberto menea la cabeza: “No va a quedar ninguno”, dice, y escupe a un costado.
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