Lun 20.08.2007

CONTRATAPA

El arte perdido de escribir a mano

› Por Robert Fisk *

Mi padre siempre se quejaba de mi mala letra. Su letra de contador, casi de imprenta, era medida, cuidada, llena de pequeños ganchitos que luego noté también había usado, muchos años antes, en el Diario de Guerra del batallón 12 del Real Regimiento de Liverpool, escrito en las trincheras de 1918, cuando él tenía 19. En comparación, mi letra era desprolija y con los años se va poniendo peor. Mis cuadernos de la guerra civil libanesa, con muchos informes garabateados en 1976 y 1977, todavía son legibles. Pero hoy en día vuelvo de una entrevista y me encuentro con horror con que no escribí palabras sino la representación de palabras, entrecortadas con partecitas de taquigrafía Pitman y, por supuesto, le echo la culpa a la computadora. Con un instrumento que puede correr casi a la velocidad de la imaginación, es indignante volver al manuscrito, que simplemente no llega a la velocidad del pensamiento.

Entonces, fue un alivio visitar el otro día el Musée des Lettres et Manuscrits de París y encontrarme con que los grandes y los genios también escribieron con furia y tristeza y, a menudo, con muy mala letra. Me impresionó mucho la letra de Napoleón, una mano militar y obstinada que a veces firmaba “Nap”. Churchill dibujaba chanchitos en las cartas a su mujer. A los grandes artistas les encantaba cubrir sus cartas de dibujitos y Jean Cocteau, notable, solía cubrirlas de caritas asombradas. Mati-sse le escribió en marzo de 1943 a Martin Fabiani con un boceto de una chica leyendo el diario. Gauguin hizo una vez un enorme pomo de pintura al pie de una carta. Esto me recordó una escena terrible que había visto en Hebrón en 2001, cuando una turba de palestinos linchó a tres colaboracionistas y los colgó semidesnudos de postes de alumbrado. Fue una visión tan sucia que la boceteé en mi cuaderno: sólo después pude volver a abrirlo y describir en mi nota en The Independent las imágenes que había dibujado.

Se supone que la letra exhibe el carácter –la mía es atropellada, irregular y apurada–, pero noté que la letra de Catalina de Médici a veces se desdibujaba, despareja, y que la de Robespierre era casi ilegible.

Hay algo dolorosamente humano en eso de leer las cartas de héroes muertos hace tanto... Sus intentos de humor tantas veces fallidos, su tono seudojuvenil raramente resisten bien el paso del tiempo. El 13 de noviembre de 1930, el piloto Shaw –también conocido como Lawrence de Arabia– le escribió al antropólogo norteamericano Henry Field –muerto en 1986– para combinar de encontrarse en Plymouth para hablar de asuntos árabes. Su carta, pude notar, fue escrita con letra simple y escolar, sus íes curvadas en la punta, las letras de cada palabra unidas con prolijidad. “Querido Sr. Field. Espero que sea colosalmente rico, así el costo de venir hasta la miserable Plymouth –el último o el primer pueblo en Inglaterra, dependiendo del hemisferio del que se venga– no le va a pesar demasiado. Yo soy un fraude en todo lo que sea el Medio Oriente y la arqueología. Años atrás me dediqué a ambos y logré un nivel aceptable de conocimiento, pero la guerra me dio una sobredosis y hace nueve años volví confortablemente a las filas de la fuerza aérea, sin que nada fuera de ella me interese desde entonces. Nueve años es tiempo suficiente como para dejarme obsoleto pero, todavía no como para que mis ideas sean arcaicas e interesantes. Además, ya olvidé todo lo que alguna vez supe.”

Pobre Lawrence, siempre tirándose para abajo. Primero pensé que se describía como un amigo del Medio Oriente pero no, realmente no, se definía como un fraude y su carta sigue con el consejo de que Field lo ubique en la estación de Plymouth, entre la multitud. “Busque una criatura pequeña y avejentada en un uniforme verdiazul con botones de bronce, como un empleado del automóvil club o un motorista de tranvía, sólo que más menudo y desprolijo.”

En el museo francés hay ahora una muestra sobre el “Titanic”, que se hundió el día que mi padre cumplía 13 años, un estremecedor telegrama que cuenta la muerte de Thomas Stead, uno de los grandes periodistas de la época. Con la letra compacta y oficial del empleado de correos, expresa que con “sinceras condolencias” queda en claro que “ya no hay ninguna esperanza” de que Stead figure entre los sobrevivientes. “No hay ninguna esperanza”, es siempre algo final, pero ese “ya”, lapidario, debe haber dejado mudos a los destinatarios.

Luego está el relato de náufrago de Helen Churchill Condee, notas de una sobreviviente escritas poco después de la tragedia en párrafos de a rato sorprendentemente breves, como si el barco se estuviera hundiendo de nuevo en su cabeza mientras ella escribía. “Estaba en mi baño lista a tomar un baño caliente. La música de los motores era un golpeteo y una canción, ritmo y armonía. Entonces vino el golpe. La imagen mental fue el momento en que el arca tocó el monte Ararat. El impacto se dio por debajo de mí. Me hizo caer. Habíamos chocado contra una montaña en pleno mar, una montaña no descubierta. Debe ser eso.”

“Abrí la puerta de mi camarote y noté dos o tres cosas siniestras: un silencio absoluto, la luz intensa del salón de baile, la total ausencia de cualquier presencia humana.” En páginas posteriores, la letra de Condee comienza a descontrolarse y ella hace correcciones con su lapicera mientras describe desde el bote salvavidas el final del “Titanic”. “Lo que queda de la cubierta se inclina agudamente a proa y en ese espacio que se achica se amucha la compacta multitud que espera la muerte con el coraje trascendente y la pena que han mostrado ya por dos horas”.

“Espero el final como en trance. Es inevitable. Quiera Dios demorarlo. No, que en Su misericordia lo acelere.”

“Finalmente, el fin del mundo” (en el manuscrito, la f de fin y la m de mundo están subrayadas). “Sobre las aguas queda apenas un gran gemido, como el de un ser al que la agonía final le arrancara un solo sonido.” Hay tachaduras en el texto, palabras cambiadas como haría un compositor buscando el final de una ópera trágica. Condee tenía doce años cuando se hundió el “Titanic”, uno menos que mi padre. Su letra es extrañamente similar, con las mismas curvas y tes decoradas, como si fuera necesario decorar las letras con que se escribe. Supongo que la laptop terminó con todo eso. Ya es raro recibir una carta manuscrita, aunque cada tanto alguien escribe en una vieja y fiel máquina. Ahora, nuestra imaginación vuela a la velocidad de la web. Y es bueno que mi padre no pueda ver la letra que me sale hoy en día...

* De The Independent, de Gran Bretaña. Especial para Página/12.

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