› Por Rodrigo Fresán
desde Barcelona
UNO Escribo esto en la mitad del terrible mes de agosto y en el centro de una ciudad llamada Barcelona. Y es una ciudad en problemas: apagones colosales, trenes que no funcionan, aeropuertos colapsados y –lo peor de todo– hordas de turistas que llegan atraídos por lo que ellos entienden como “el estilo mediterráneo” y que parecen decodificar como emborracharse barato, mear y cagar en las calles, tomar por asalto las fiestas barriales del verano y enloquecer a los residentes del lugar (bajo la mirada entre comprensiva y resignada de las fuerzas del orden con órdenes de los ayuntamientos de que no estalle la batalla a la hora del desalojo porque eso da mala imagen), lanzar alaridos a diestra y siniestra, unirse por un rato a fashion okupas para jugar al anarquista de luxe (se los reconoce por el mal uso y peor abuso de las palabras Babylon y Utopía) y alquilar bicicletas para (alentados por el mal ejemplo de nativos y residentes, hay que decirlo) montarlas a toda velocidad por las mismas veredas donde se derrumban y duermen la resaca en charcos de vómito. Y, si queda tiempo, un poquito de Gaudí. Consecuencias de los modales permisivos de una ciudad que ya desde hace unos cuantos años viene abriéndose de piernas al visitante y que se la aguanten como puedan los locales.
Escribo esto a las tres de la mañana mientras, bajo el balcón de mi casa, una jauría de italianos de esos que hasta hace poco solían ir a atormentar a Praga, aúllan a coro algo así como ¡Bella! ¡Bella! ¡Bella bambina! y son seguidos por una horda de vikingos milenaristas que, supongo, vienen aquí a descargar las tensiones que harán postergar, al menos por unos años, ese suicidio frígido y boreal consecuencia de vivir en sociedades donde no se puede hacer nada de todo esto. Y yo tengo ganas de irme a otra parte, a cualquier lugar, lejos. O, mejor, que se vayan los otros. No todos. Pero bastantes.
DOS Y semanas atrás alguien me había hablado del fenómeno Second Life. Me lo había descrito con los ojos brillantes y salivando y mostrando los dientes. Parecía un turista italiano. Me hablaba de “avatares” y “lindens”, de “ser otro” y de “ganar dinero”. Y yo no pude evitar el pesadillesco recuerdo de aquel jueguito de la pirámide donde “te forrabas” conociendo “gente copada”. Me habló también de los muchos lugares a conocer en el “metaverso” y yo pensé en que ese era un buen sitio adonde enviar a tanto turista descarrilado. Y lo cierto es que a mí todo lo que tiene que ver con la informática –chats, blogs, sites, etc.– no me interesa en absoluto y mi computadora funciona, nada más y nada menos, que como una máquina de escribir con súper poderes. Sin llegar a ser un tecno-retrógrado, tengo que reconocer que la adicción a la electricidad siempre me produjo una mezcla de rechazo con miedo. Espacialmente –luego de haber conocido, durante mi infancia, a la mujer del “bombero” Montag, enganchada a su televisión interactiva, en Fahrenheit 451– la que ha venido aumentando de intensidad en los últimos años con cada vez más numerosos y complejos gadgets destinados a convertirnos en sentados sedentarios presionando teclas y botones. Así, parece, buena parte de la ciencia ficción estaba equivocada: no hay vida en otros planetas pero cada vez hay más alienados aliens nacidos en la Tierra. Y ninguno necesita eso de phone home porque no hace falta, porque no salen casi nunca.
TRES Aun así, lo de Second Life, su concepto, me llamó la atención porque ya lo había leído hace años –en 1992, en una novela muy graciosa de Neal Stephenson titulada Snow Crash– y, como todo lo que se nos ocurre y nos ocurre, ya insinuado en cualquiera de las páginas de Philip K. Dick. Pero la semana pasada volví a cruzarme con el fenómeno Second Life esta vez no presentado como tierra prometida sino como promesa no cumplida. La cosa era un fracaso y el 85 por ciento de los avatares inscriptos ya ni pasaba por ahí. Y, los que todavía se daban una vuelta lo hacían en busca de sexo veloz en Sexy Beach o de dinero fácil en Money Island. No sé el sexo, pero el dinero ya no lo sería tanto porque el banco de Second Life llamado Ginko Financial se había declarado en bancarrota y alguien –cuyo nombre nunca se supo– había desaparecido de allí con 750.000 muy reales dólares que muchos incautos habían cambiado a lindens. La noticia –en televisión– mostraba también las imágenes de un concierto de U2 en el metaverso donde apenas unos diez avatares bailoteaban con una animación que me pareció deficiente. El locutor aludía a un artículo de la revista Wired y lo leí (de parado en una librería, no en cuclillas frente a la pantalla) y ahí me enteré (el pabellón de Coca-Cola sólo había recibido unas 27 visitas) de la fuga en masa de auspiciantes. Días más tarde leía que Time había calificado a Second Life como uno de los cinco peores sites de Internet por lento, aburrido y poblado por demasiados locos. Y, claro, los cuerdos, seguro, ya están a la búsqueda de la nueva novedad, el sabroso sabor, la otra otredad, esas cosas. Mientras tanto y hasta entonces, me cuentan, ya hay parodias en Second Life on line donde se tienta con el placer de “salir afuera” y de “fornicar usando los propios genitales”. Otra que turismo aventura.
CUATRO Y que Second Life haya acabado resultando una vida de segunda –me parece– apenas encierra una transparente moraleja. No hay nada más aburrido que recibir (a escala y de fogueo, después de todo avatar significa “descenso o encarnación de un divinidad”) los poderes de un Dios capaz de controlar no la existencia de todo el universo pero sí la propia. Y tal vez a partir de esta experiencia pueda entenderse la absoluta ausencia en nuestro planeta de cualquiera de las muchas posibles encarnaciones de Dios. Porque si uno se aburre de sí mismo, entonces cómo no aburrirse de toda la humanidad y sus circunstancias. Esta es la explicación, me parece, a que de aquí en más las guerras sean cada vez más religiosas y/o doctrinarias, a que el Papa pueda decir tantas cosas raras y a que las iglesias siempre se vengan abajo cuando hay gente adentro de ellas y a que Osel Hita –el primer niño español reconocido como la reencarnación de un lama a los 14 meses de edad– sea hoy un joven de 22 años que ha decido dejar atrás sus estudios de geshe (Filosofía budista, Metafísica y Dialéctica) para irse a estudiar cine a Canadá. Está claro que Osel se cansó de su Second Life.
Y a mí la decadencia de Second Life no es que me alegre pero me parece un signo positivo. La verdad –para bien o para mal, aunque más de un anonymous no quiera creerlo– sigue estando a este lado de la pantalla.
Lo que me lleva, otra vez, a lo del principio: ahora, ahí abajo, un tal Giovanni (así lo llama a los alaridos un amigo que tal vez se llame Luigi) no deja de girar como un derviche mientras vomita al mismo tiempo y muestra sus puños al cielo.
Parece un avatar.
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