Dom 07.10.2007

CONTRATAPA

Sobre la violencia

› Por José Pablo Feinmann

La pregunta fundamental de la filosofía es: ¿hay o no hay que matar? Decidir si hay algo que justifique suprimir la vida de otro ser humano es afrontar el problema fundamental de esta disciplina, saber de saberes que asume todas las preguntas y señala a las que dan fundamento y origen a las otras, que deberán deducirse de aquéllas, las fundantes. Antes de la formulación que acabo de proponer fueron hechas otras dos desde perspectivas muy distintas. Desde la perspectiva del existencialismo del absurdo, Albert Camus abrió su libro de 1942, El mito de Sísifo, afirmando la existencia de un solo problema filosófico: el suicidio. Cada uno cargaba con el peso de juzgar desde su absoluta, instransferible condición individual si la vida debía o no ser vivida. Era éste, para Camus, el problema fundamental de la filosofía. Si bien implicaba un tipo de violencia –la violencia ejercida sobre sí mismo–, esa violencia funcionaba como respuesta a un problema filosófico sobre la existencia. Ese problema es el de un desajuste que se produce entre el hombre y la vida. Este desajuste es lo que Camus piensa con la categoría de lo absurdo. El hombre es absurdo para sí mismo e innecesario para el mundo. Es, así, un extranjero. En un ensayo siguiente (El hombre rebelde) abordará la relación entre absoluto y violencia, que es fundamental en nuestra interpretación. Nuestra pregunta se inspira en la formulación camusiana: juzgar si la violencia (sobre el Otro) debe o no ser ejercida, si hay o no hay alguna legalidad (alguna ley, algún derecho, alguna justificación histórica) para suprimir la vida de otro ser humano es el problema fundamental de la filosofía. Al decir problema fundamental decimos que pensamos –hacemos filosofía– para responder esa pregunta.

Hemos, pues, variado el punto de partida del filosofar heideggeriano. Con lo cual aspiramos a una temeridad inconcebible: salir de Heidegger. Quien abre su Introducción a la Metafísica con la siguiente pregunta: “¿Por qué es en general el ente y no más bien la nada?”. Considera a esta pregunta la pregunta fundamental de la metafísica (Martin Heidegger, Introducción a la Metafísica, Editorial Nova, Buenos Aires. 1959, p. 39). No vamos a entrar aquí en la cuestión de la metafísica en Heidegger. Ya lo hicimos en La filosofía y el barro de la historia. (Nota: texto que en forma de clases publicó este diario a lo largo de un año y que supongo pronto aparecerá como libro.) Ya que la filosofía de Heidegger abrumadoramente gira hasta el hastío alrededor de la cuestión del Ser, no extrañará que el hombre de la Selva Negra termine formulando la pregunta con la que abre su libro del siguiente modo: “¿Qué pasa con el ser?” (ibid., p. 70). A lo que responderá de distintas maneras. Por ejemplo, en La frase de Nietzsche “Dios ha muerto”, “con el ser no pasa nada”. No obstante, si la filosofía de Heidegger se distingue por la actividad del preguntar que surge del asombro con que los griegos (los presocráticos más exactamente) se abrieron ante el mundo y no con la duda con que el hombre de la Modernidad, que nace con el cogito, el maldecido cogito cartesiano, lo ha hecho, comprenderemos que la pregunta por el “ser del ente”, es decir, por el ser, articulará toda su filosofía. “¿Por qué es el Ser?” será su búsqueda infinita.

Fatigados de estas cuestiones y agobiados por otras (el mundo sigue siendo una masacre y cada vez lo es más al disponer el hombre de una técnica en creciente poder destructivo, hecho que Heidegger vio bien y que no pensamos discutirle), la pregunta fundamental, no de la metafísica sino de la filosofía (hoy) es: “¿Por qué es la violencia y no más bien su no ser, su negación, su inexistencia?”. Nuestra pregunta surge también del asombro. Pero este asombro no es porque las cosas sean. No nos importa “por qué es el ser y no más bien la nada”. Es una pregunta irrelevante. Nunca encontraremos su respuesta. Esa respuesta pertenece a la teología o al misticismo zen en el que Heidegger incursionará en el ocaso de su vida. O antes. Ya en Identidad y diferencia, en la cuestión del E-reignis, Heidegger se pierde en el claro del bosque y deja de interesarnos. Tenemos cuestiones más urgentes, sangrientas y desalentadoras. La condición humana está en la hoguera, calcinándose, a punto de consumirse en su propia tragedia. No nos convoca la cuestión del Ser. Nunca sabré por qué es el ser y no más bien la nada. Sé, en cambio, que los hombres se matan a lo largo y a lo ancho del planeta, al que, además, destruyen. Sé que la violencia es nuestro tema. Salimos de la Historia del Ser heideggeriano, del giro lingüístico, del academicismo tardo-posmoderno de la academia norteamericana, del lenguaje como morada (del Ser y de la seguridad de los profesores de filosofía, sus papers y sus becas). La pregunta “¿por qué es la violencia y no más bien su negación?” nos lleva a plantear la cuestión del Ser desde otro ángulo, desde otro lugar, no desde la ontología sino, en todo caso, desde una ontología que, lejos de surgir del asombro o de la duda, surge de la desesperación, de los terrores vividos, de las víctimas, del dolor, del terrorismo del Imperio Comunicacional y del fundamentalismo islámico, del terrorismo del Estado argentino de marzo de 1976, de las víctimas de las organizaciones guerrilleras argentinas, del foco guevarista, de las víctimas de los llamados “socialismos reales”, de las víctimas de quienes, en efecto, deterioraron, dañaron, acaso por décadas o por siglos, la idea del socialismo. Ante esta realidad sólo nos resta preguntar desde el dolor. No dudamos de la violencia. No nos asombra la violencia. Demasiado la hemos conocido por medio del sufrimiento. Queremos preguntarnos por ella. Pero no para que nuestro “estado de abierto” nos la “des-oculte”. Basta de Heidegger. No es en ningún claro del bosque, en ninguna propiación entre el hombre pastor del Ser y el Ser que encontraremos lo que buscamos. Si preguntamos (y ésta es la formulación áspera y despojada de nuestra pregunta) “¿por qué hay violencia?” lo hacemos para hundirnos en la historia de los hombres y no en la historia del Ser. Hay violencia porque hay hombres. Porque la historia (con todos los condicionamientos que se quiera: materiales, espirituales, lingüísticos, semiológicos, psicológicos, etc.) la hacen los hombres. Porque la historia es un hecho humano y, al serlo, es un humanismo, un humanismo que apesta, un humanismo que destruye a los hombres. El humanismo de la tortura no podría ser más que eso: humano. Los animales no torturan, el hombre sí.

Aquí, pues, estamos: la pregunta “¿qué es la violencia?” nos arranca de la historia del Ser en la que Heidegger sometió a la filosofía y nos arroja a (sí) el “barro de la historia”. Estamos sucios. No hay horror que no haya sido cometido y superado. Hillary Clinton dice: “No permitiré la tortura en Irak”. Hillary Clinton dice: “No retiraré las tropas de Irak”. Señora, su segunda afirmación es la negación de la primera. Estados Unidos, en Irak, es la vigencia necesaria, ilimitada de la tortura. En Abu Ghraib se tortura. Sus mismos soldados confiesan no saber ya qué están haciendo. Sólo, al final, dicen: “A partir de cierto momento uno se acostumbra. Ya no se preocupa. Torturar es algo que hay que hacer. Si nosotros no torturamos, nuestro pueblo va a sufrir otro atentado. Otro nine eleven”. Ahmadinejad, con su camisa abierta y su traje sencillo, cotidiano, quiere borrar al Estado de Israel. Niega el Holocausto, la más racional y mecánica aplicación de la violencia, el proyecto, único en la historia, de la destrucción total de un pueblo. El gobierno de Israel (respetamos la distinción entre “gobierno” y “Estado” que nos proponen los judíos de buen corazón) tortura y mata palestinos. Los militares argentinos se educaron en prácticas de contrainsurgencia en la Escuela de las Américas. Aunque llegaron a la perfección del horror asesorados por los paras franceses de Argelia. La guerrilla latinoamericana se extravió en la teoría guevarista del foco. Masetti hizo fusilar a dos jóvenes guerrilleros que militaban bajo su despótico mando. Sólo esa acción guerrera acometió su foco libertador en su búsqueda del nuevo hombre.

En su Prólogo poderoso al libro de Fanon, en esas pocas líneas en que cada palabra arde y deslumbra, enceguece, Sartre escribe: “Hay que matar”. El colono, si quiere liberarse, tiene que matar al colonizador. Al disparar su arma mata dos pájaros: suprime a un opresor y a un oprimido. Hace nacer un tipo de hombre y hace morir otro. Nace un hombre libre (el colonizado que mató), queda un hombre muerto (el colonizador que murió). “Hay que matar”. La violencia, aquí, es. No perdamos el tiempo en preguntar qué es. Una es la violencia del colonizador, que esclaviza a los hombres. Otra es la del colonizado, que los libera. Así se leyó a Sartre y a Fanon entre nosotros.

Estas líneas sólo se proponen ubicar a la violencia en la centralidad del preguntar filosófico. Hay un solo problema filosófico: la violencia. Juzgar si puedo o no puedo matar a otro ser humano es el problema fundamental de la filosofía. Es un problema ontológico: si no hay que matar le niego el Ser a la Muerte. Si hay que matar la Muerte es. Es un problema que compromete a la historia: se mata EN la historia, en una historia de conflictos, de antagonismos, no decidida, no teleológica, sin aufhebung, es decir, sin conciliación posible. Lo que en esa historia ocurre –la cadena de ruinas, la catástrofe benjaminiana– me lleva a una pregunta: “¿Por qué es (o hay) la Muerte y no más bien la Vida?”. Lo que me lleva al problema moral: ¿es bueno matar? ¿Es malo? ¿Debo matar? ¿Debo no matar? ¿Hay algo que me autorice a matar? Si mato, ¿soy bueno o soy malo? Si no mato, ¿soy inocente?

Estas líneas (provisorias) surgieron de la lectura de un corpus formado por una polémica que una carta del filósofo Oscar del Barco desató. Imposible o no, Del Barco, en la modalidad del grito, postula la necesaria vigencia del no matarás. Parte de la experiencia de Masetti en Salta y la muerte de dos jóvenes guerrilleros a manos de sus compañeros de armas, orden de Masetti mediante. La guerrilla de Masetti preparaba el campo para la incursión de Guevara en Bolivia, que acabó en el fracaso conocido. Respondieron León Rozitchner, Eduardo Grüner, Tomás Abraham y Horacio González. También el tema se debatió en la revista Conjetural. Todos, con mayor o menor dureza, cuestionaron a Del Barco, quien, según sé de buena fuente, prepara un libro de casi mil páginas sobre la violencia. A eso se le llama responder con energía.

Pero la discusión seguirá. En 1998 agoté mis fuerzas al publicar, sobre la violencia, un libro si no de mil al menos de casi cuatrocientas páginas (La sangre derramada) y fue puesta en escena mi obra teatral Cuestiones con Ernesto Che Guevara. No me fue bien. Uno de esos eternos peronistas que aparecen en todos los gobiernos que ese partido impone me recomendó no escribir más, consejo que claramente desobedecí. De él, en cambio, nunca vi un libro, ni entonces ni ahora. Había conseguido reeditar y dirigir la revista El Porteño y desde ahí recomendaba detener mi escritura. En El Ojo Mocho, que dirige mi viejo amigo Horacio González, María Pía López me trataba como a un maleante ideológico. Y el mismo Horacio, en su libro Restos pampeanos, habría de aplicarme el mote más inusual que jamás me aplicaran: “neoliberal”, me dijo. No es así como me llaman, por ejemplo, los que le hicieron el asalto a la Biblioteca Nacional, putsch cuidadosamente organizado que no logró triunfar. Esa gente suele decirme, como a él, “populista” o “nacionalista popular”. Qué pena, ¡con lo que a mí me gustaría ser considerado un hegeliano sartreano con toques de Foucault y Juan Bautista Alberdi! ¿Qué tenía de irritante La sangre derramada? Acaso este párrafo de sus Conclusiones: “Nuestro compromiso radica en luchar contra todas las causas de la violencia. ¿Hay una violencia legítima? Desde mi punto de vista, no hay violencia buena, ni violencia justa, ni violencia legítima. La violencia es –en sí– mala. Expresa una derrota: la de no poder tomar al Otro como un fin en sí mismo, la de no poder respetarlo en su humanidad. Esto no anula el deber de luchar contra la injusticia y el despotismo” (J.P.F., La sangre derramada, Seix Barral, Buenos Aires, 1998, p. 373). Pero esa lucha –al ser violenta– siempre corre el riesgo de “instaurar un nuevo rostro del despotismo y, por tanto, de la injusticia” (ibid., p. 373). Nadie recordó estos textos en las polémicas que giraron alrededor de Del Barco. Pero ahí están.

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