› Por Sandra Russo
No es algo sobre lo que uno se ponga frecuentemente a pensar. Uno no piensa en el sinsentido. Mientras se busca el sentido de las cosas, al sinsentido se lo padece o se lo goza. A uno no puede serle indiferente el sinsentido. Desde el primer instante del despertar, como personas sueltas y como especie mamífera con conciencia de su finitud, no hacemos otra cosa que intentar darle un sentido especialmente a lo imprevisto, a lo accidental, a lo doloroso. Necesitamos algo que justifique o explique lo que nos da tanto miedo.
Es que hay algo muy amenazador en el sinsentido. Hay una desorganización que no soportamos, una multiplicidad de posibilidades que nos sobresalta, una cantidad de desvíos que nos angustia. “No tiene sentido” es una frase hecha que hemos murmurado, seguramente, muchas veces, todos. “No tiene sentido” nos hemos dicho cuando algo parecía desobedecer a una lógica de la que presuntamente participamos todos.
“No tiene sentido” es una frase tan cerrada sobre sí misma, un cofre que encierra una verdad tan espeluznante, que esa frase depende de un tono para volverse, por fin, entendible.
“Esto no tiene sentido” puede ser dicho por alguien que ha perdido las ganas de seguir.
“¡Esto no tiene sentido!”, ya puntuado con un tono más arriba, puede ser dicho por alguien que se ríe mientras se deja besar.
Pero es cierto que hay otro sinsentido, más cercano al de Lewis Carroll y su non-sense, que nos salva, si nos sobreviene, de ser rehenes de eso tan viscoso que es la sensatez. Lo sensato, después de todo, es un valor burgués que si no es administrado en su justa medida, implica bajarle la persiana a lo maravilloso. El exceso de sensatez lleva muchas veces a la pusilanimidad. Somos instruidos en medidas pequeñas de placer, en gotas homeopáticas de estallido. Creemos, porque así funciona la máquina, que la docilidad de la sensatez nos protegerá de la intemperie.
Cuesta mucho aceptar que no hay más que intemperie. Esa era la frase clave en El cielo protector, de Paul Bowles, cuya versión cinematográfica, que dirigió Bernardo Bertolucci (y que aquí fue titulada, con tan asqueroso criterio, “Refugio para el amor”). Pasa como al descuido. Port Moresby está agonizando y Kit desespera. Recuerda que un año antes, mirando una tormenta que se acercaba, Port le había dicho: “La muerte está siempre en camino, pero el hecho de que no sepamos cuándo llega parece suprimir la finitud de la vida. Lo que tanto odiamos es esa precisión terrible. Pero como no sabemos cuándo, llegamos a pensar que la vida es un pozo inagotable. Sin embargo, todas esas cosas ocurren sólo un cierto número de veces, en realidad muy pocas. ¿Cuántas veces más recordarás cierta tarde de tu infancia, una parte que es parte tan entrañable de ti que no puedes concebir tu vida sin ella? Quizá cuatro o cinco veces más. Quizá ni eso. ¿Cuántas veces más mirarás salir la luna llena?”.
Recuerdo muy vívidamente que cuando vi la película, y ya había leído dos o tres veces la novela, me impactó mucho que al final apareciera Bowles diciendo a cámara ese fragmento del capítulo XXIV, porque era el que yo había subrayado y comentado en los márgenes de las hojas del libro. La idea de El cielo protector es precisamente ésa: la de esa inercia que nos lleva a vivir nuestras vidas como criaturas que no se esfuerzan por obtener alegría, que no están predispuestas a la alegría, como si el tiempo no fuera, en definitiva, el bien más escaso de todos.
Bowles decía en esa novela en la que Port y Kit Moresby se internan en el desierto, y van desestructurándose a medida que se alejan de la civilización y se sumergen en la otredad de las tribus beduinas, que uno está demasiado expuesto cuando percibe que detrás de ese cielo protector bajo el que nos amparamos –nuestras costumbres, nuestros sobreentendidos, nuestras ceremonias, nuestras rutinas– no hay nada. Ese es el sinsentido insoportable.
Después de la Primera Guerra Mundial florecieron las corrientes artísticas que elevaron el sinsentido a un valor cargado de un sentido nuevo. Fue una respuesta a la presunta racionalidad que condujo a la guerra. Fue un sinsentido profundamente político el de esos surrealistas y dadaístas que preferían que la Biblia y el calefón estuvieran expuestos, que se hicieran visibles en sus instalaciones y sus películas y sus fotografías, puesto que el sentido que había pretendido tener la política había desembocado en una carnicería. La política es, de alguna manera, otro cielo protector para la gente; debería ser eso lo que represente un representante para un representado.
Una nueva etapa política implica estar una vez más, colectivamente, deseando que todo tenga un sentido.
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