› Por José Pablo Feinmann
Pálida suerte tienen las mujeres cuando el periodismo elige nombrarlas. O les pone ese nombre que llamamos “de pila” (el primero) o les pone el apellido de sus maridos. Recordemos a la olvidada María Julia Alsogaray. Se la llamó siempre “María Julia”. Acaso fuera porque el “Alsogaray” le pertenecía a su padre. “María Julia” aceptó esa modalidad, gozosa. Siempre la recuerdo junto a otra señora que también la aceptó y luchó por imponerla: “Susana”. Aún las veo: son los comienzos de la década del noventa, el menemismo ya ha impuesto su estilo frívolo, su farandulismo, su “todo vale” ético y ellas, “María Julia” y “Susana”, se han ido juntas a algún lugar exquisito para hacer deportes de invierno. Salen en las revistas de la pavada. Se ríen, juegan en la nieve, tropiezan entre carcajadas, hasta se caen y son como niñas retozonas, diablillas incontenibles entregadas a su alegría sin límites. Después estaba “Adelina”. Que era “de Viola” a veces. Pero se ganó su “libertad”: fue ella, fue “Adelina”. Recuerdo otra foto: “Adelina” y “María Julia” cruzadas las piernas y muy sonrientes: vean qué piernas, chicos, no le falta con qué caminar al neoliberalismo ucedeísta. El papá de “María Julia” –apodado también el “Ingeniero” o, en los setenta (esa época irrespetuosa), “el chanchito de los yanquis”– se dedicaba a decir que él no era peronista pero apoyaba “el proyecto Menem”. De “Adelina” tampoco se sabe nada durante los últimos tiempos. La señora que almuerza es “Mirtha”. La señora que veranea es “Lilita”. Y creo que hay una a la que llaman “Moria”. Ninguna tiene apellido. O, sin duda, a ninguna la llaman por él. Cuando se les concede el apellido es porque son de alguien. De sus maridos. Cada vez me sorprende más esa atadura, esa absurda cadena de pertenencia que las mujeres del siglo XXI todavía toleran llevar. Se sabe que abuso de la primera persona o recurro a situaciones individuales para abordar ciertos temas. No veo el problema: lo único que nos va quedando por defender –ante tanta basura que nos arrojan cotidianamente sobre nuestra castigada subjetividad– es nuestro refugio inexpugnable, nuestro “yo” indelegable, nuestra individualidad. Desde ella podemos llegar hasta los otros auténticamente. Sólo desde ella. Tenerla es una conquista cotidiana. Porque el gran tema de nuestro tiempo es: ¿Qué diálogo puede establecer con sí mismo el hombre, la mujer de hoy sometido a la tecnología de los medios? ¿Puede haber un “sí mismo”, una interioridad libre en que el hombre se encuentre y pueda decidir a partir de sí dónde está el bien y dónde el mal?
Retorno a mi tema: ese “de” que se les aplica a las mujeres casadas es una injuria a su individualidad. No acepto que mi mujer sea “de Feinmann”. ¿Cómo? Yo no quiero a mi lado a una mujer que sea “mía”. “Mía” es mi computer. “Mío” es mi sacapuntas a pilas y que nadie se atreva a robármelo. “Mío”, a veces, soy yo. Pero mi compañera es “de ella”. Tiene su nombre. Tiene su densidad ontológica. Sólo así puede ser mi compañera. Sólo no siendo mi posesión. Ese “de” que se les aplica a las mujeres cuando pierden, al casarse, su apellido es una vejatoria conquista de la vieja burguesía machista que amasó entre brutalidades históricas su perenne poder. Nadie es “de” nadie. El esclavo es “de” su amo. Pero toda mujer es libre: lo quiera o no. Cierto es que son muchas las que quieren ser “de” alguien. Está lleno de mujeres que se comportan como los hombres quieren y necesitan que lo hagan. Lleno de mujeres que actúan en contra de las mujeres. Lleno de mujeres que quieren ser “de” alguien para vivir tranquilas y que el tipo las mantenga y criar a sus hijos o hijas y preparar la comida y ver algo o mucho de tele y ser para siempre absolutas tontas, irrecuperables idiotas. Escuché a una, desafiante, decir: “Y bueno, qué hay, soy así: clase media, tarada y cobarde”. Lo dijo luego de justificar y reclamar policías, muchos policías por todas partes para controlar la inseguridad. Porque si consiguió la seguridad de ser “de” alguien no va a aceptar que se la arruinen esos “negros de mierda” que andan afanando a los triunfadores de la vida. Están esas minas que trabajan en la tele de ratoneadoras profesionales. Ya sabemos: las del caño del muchacho que sonríe y le grita a un micrófono. (Digresión: ¿no es increíble sostener un micrófono y gritar? Uno grita si no tiene un micrófono. Si lo tiene, no grita. Porque un micrófono es un aparato que amplifica el sonido. Si a la amplificación del sonido le añadimos el grito, ¿qué es lo que resulta? La sordera, el aturdimiento del receptor. Bien, eso quiere la TVVómito: receptores aturdidos, conciencias sordas.) Volvamos: las chicas del caño. ¿Qué hacen estas señoritas? ¿Tienen nombre? No. ¿Apellido? No. O, en todo caso, a nadie le interesa. Tienen un culo. Son, todo ellas, un culo. Y son felices por serlo. Han aprendido a sacarlo hacia atrás, exhibiéndolo. Uno ve la tele, ve las revistas de los kioscos, las propagandas de ropa interior y no hay caso, no puede zafar: lo invaden los culos. El mundo de la culocracia es el de la mujer sin rostro. Ni nombre, ni apellido, ni cara, nada. Sólo culo. Los hombres han conseguido en el siglo XXI lo que nadie consiguió en toda la historia humana. La creatividad de los diseñadores de moda (todos o casi todos hombres) ha creado su obra maestra: la mujer culo. Esa obra maestra se ve en los llamados desfiles de moda (que son, en verdad, desfiles de culos flacos), en las playas, en los caños del joven que grita y sonríe, millonario y poderoso hasta la náusea porque encarna el sentido profundo de la historia que vivimos y el papel que en ella los hombres les han asignado a las mujeres: o son “de” alguien o son vigorosos, circulares, anónimos culos para excitar a la gilada.
Todo esto para decir que yo no le voy a decir “Cristina” a “Cristina”. Lo aclaro tempranamente (no bien acaba de ser elegida “presidenta”), porque sin duda habré de nombrarla en varios textos que vendrán. Además “Cristina” no merece ser “Cristina”. Tampoco merece ser “de” Kirchner. Todos conocemos a Cristina Fernández antes que a Néstor Kirchner. Cristina Fernández era senadora y Néstor Kirchner gobernaba una provincia lejana de los “centros urbanos”, de moda hoy en día. Cristina Fernández fue militante de la izquierda peronista en su juventud y de ahí le viene buena parte de su formación política. No se hizo de la noche a la mañana. Fue una militante política que se construyó a sí misma a través de los años. Yo, a Cristina Fernández, le voy a decir “Cristina Fernández”. Tampoco le voy a decir CFK –como se intenta ya imponer– porque la “K” implica el “de” Kirchner. Y también remite al JFK de Ke-nnedy. O al JPF que –quienes reciben mis mails lo saben– uso, con atroz inmodestia, yo. Tampoco le voy a decir “presidente”. Ni loco. Decirle “presidente” a una mujer conlleva la soberbia machista de usar la fórmula masculina de la palabra como “universal”. A todos los presidentes se les dice “presidente”. ¿Y por qué no “presidenta”? O sea, para mí, Cristina Fernández será la “presidenta” y no el “presidente” de este país. Porque será a ella, a Cristina Fernández, la presidenta argentina, a quien le voy a pedir, a riesgo de importunarla o ponerla, a veces, de malhumor o francamente encolerizada, que trabaje por la posibilidad imposible de un capitalismo nacional o más humanitario, que haga una reforma impositiva para redistribuir el ingreso, que bajen las tasas de los bancos para que los créditos no sumerjan o esclavicen a quienes los toman, que dialogue con la oposición y hasta que colabore para que esa oposición (que es un mamarracho patético) exista porque la democracia la necesita, que mejore la salud, la educación, la vivienda, que no prorrogue (no, por favor) las licencias de los medios de comunicación letrinógenos, que no se dé por contenta con el monocultivo de la soja porque el monocultivo condenó a la Argentina a ser siempre una factoría del imperio de turno, que frene la inflación del único modo posible: frenando la gula del empresariado oligopólico, extranjerizado, que la gente sencilla de este país, a la que sobre todo deberá llegar, la va a entender mejor si dice “mujer” en lugar de “género”, si dice “sociedad” en lugar de “tejido social”, que se oponga al ALCA, que se maneje bien con Evo, con Lula y (con cierta cautela) con Chávez, que sepa, que no olvide ni un solo día de que en este país rico hay hambrientos sin retorno, enfermos que mueren y podrían curarse, chicos sin escuela, chicos sin infancia, chicos perdedores, todo esto, en suma, le voy a pedir a ella, porque ella es ella, tiene su nombre y su apellido, no es “de” nadie y –si algo es– es lo que este país le encargó que sea: su presidenta.
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