Lun 05.11.2007

CONTRATAPA

El Circo más Grande del Mundo

› Por Leonardo Moledo

El Circo Más Grande del Mundo se instaló en un extremo de la Villa, pegado al puerto, donde nacía también la calle principal plagada de negocios de pulóveres y toda la gama de objetos provisorios (y en general pequeños), que produce el verano.

Un poco porque sí, y un poco porque el verano transforma todo en una curiosidad, Gabriel fue a la primera función del Circo Más Grande del Mundo. Era un verano algo aburrido, como todos, y entonces ¿por qué no?

El circo estaba cubierto con carteles de neón, con esos colores que nunca son luz del todo, poco apropiados para las playas, donde se supone que todo tiene un significado profundo: el mar, la arena, o las rocas desmenuzadas por el viento y el agua a través de las eras geológicas. Es lo que habitualmente se considera efecto sedativo de las vacaciones: la multitud, con sus radios portátiles, apiñada entre las escolleras frente a la unicidad teológica del mar. Gabriel no soportaba las radios portátiles; en general, nadie las soportaba pero en conjunto, todo el mundo las encendía.

La carpa era flamante pero los carros parecían viejos y rotos, aunque había un Gol estacionado junto a la boletería. La cola estaba llena de familias en vacaciones, con chicos zumbando impacientes y delante de Gabriel, un tipo atlético, con pinta de guardavidas, que protestaba, hasta que de repente, abrieron la ventanilla de la boletería y una enana empezó a vender las entradas. Era increíblemente diminuta y fea. El tipo con pinta de guardavidas sacudió la cabeza con furia: “vienen de otro mundo”, dijo. Lo decía por la enana de la boletería, pero era evidente que se refería a los enanos en general. Gabriel pensó que, efectivamente, la enana era horrible, pero no entendía por qué el tipo con pinta de guardavidas se enojaba. A Gabriel más bien le daba lástima. Trató de imaginarse qué se siente al ser un enano.

La función fue bastante convencional: empezó con un par de payasos, enseguida vinieron una écuyère y una mujer que tiraba cuchillos sobre un tablón; y después un grupo de equilibristas que se colgaron de varios trapecios. Lo de siempre. El número final era una prueba de malabarismo, y resultó que la malabarista era la misma enana que vendía las entradas. Apenas apareció, Gabriel buscó entre el público al tipo con pinta de guardavidas y vio que se movía inquieto en su asiento, como si quisiera levantarse y gritar algo. La enana arrojaba al aire unas naranjas. Empezó con dos y llegó hasta diez y las hacía flotar en el aire, formando un arco, al mismo tiempo que daba vueltas carnero, sin que se les cayeran. Si se lo pensaba, era increíble, cómo podía hacer eso. Pero el tipo con pinta de guardavidas estaba cada vez más furioso. El público no prestaba mucha atención. Al fin de cuentas, era el número final y ya todos pensaban en la salida, en la noche, en que el mar es profundo y esas cosas. El tipo con pinta de guardavidas, en cambio, cerraba los puños, impotente. Gabriel pensaba en la enana malabarista. ¿Viviría en uno de esos carromatos rotos? ¿Habría nacido en El Circo Más Grande del Mundo?

Cuando salió, la enana ya estaba en su puesto, vendiendo las entradas: El Circo Más Grande del Mundo ahorraba personal.

Gabriel se fue a un boliche. Se sentó a una mesa donde estaba una chica que se llamaba Alicia y fue una suerte porque Alicia era un nombre que le gustaba y al fin y al cabo, el nombre es lo único que importa. Todo lo demás forma parte del mecanismo del verano. Y para conversar, siempre está el mar, que es grande, infinito, inconmensurable y todo eso.

Al día siguiente, fue con Alicia a la playa. Mientras cruzaban la calle principal, vieron pasar en el Gol a los artistas del Circo Más Grande del Mundo. A Gabriel nunca se le hubiera ocurrido que la gente del circo existiera también de día. La enana iba en el asiento de atrás, mirando por la ventanilla, como un niño, o como si fuera un bulto de los que habitualmente se llevan a la playa, un bulto alicaído, lleno de ropas, de termos o de comida. Así miraba la enana por la ventanilla. A Alicia le quedaba muy poco tiempo en la Villa. Pero no importaba la cantidad de tiempo. Lo único que importaba era la intensidad de las vivencias. Por eso miraba mucho el mar, para marcar esa intensidad salvadora.

Fueron a la playa del casino. El guardavidas era el mismo tipo que había estado delante de Gabriel en la cola del circo y que había dicho lo que había dicho sobre los enanos. Estaba recostado contra su casilla, leyendo una revista. Los artistas del Circo Más Grande del Mundo estaban en un extremo de la playa, del lado del Hotel Viejo. Era muy raro, pero parecían gente exactamente igual a la otra gente, salvo la enana. Aun de día, aun en la playa, seguía perteneciendo al circo. A Gabriel le pareció que trataban a la enana como si fuera una niña entre un grupo de adultos. El guardavidas, cada tanto, miraba a los artistas con furor. Estaba nervioso, agitado. Se notaba que, si hubiera podido, habría echado a la enana de su playa.

Después, fueron al departamento. Gabriel pensó en la gente del Circo Más Grande del Mundo, que en ese momento estarían en plena función, pero los distintos números se le mezclaban. Gabriel entró en el dormitorio y vio que la chica estaba desvistiéndose, sin pensar siquiera en la cena, porque lo importante era la rapidez, la intensidad de las vivencias. Lo abrazó. Gabriel pensó que la malabarista, al fin de cuentas, no había entrado al agua. ¿Sería capaz de nadar? ¿Esas piernas y brazos minúsculos podrían sostener una cabeza tan grande, en el agua? ¿O se bañaría en la orilla, como los niños más pequeños? En algún lugar había leído que los enanos no pueden nadar.

Al día siguiente, a la playa vino la enana con uno de los payasos. Como el mar, ella era también un objeto único. El guardavidas también la miraba. El tenía su teoría según la cual los enanos venían de otro mundo. Pues bien, entonces que se queden en ese otro mundo. Pero la cosa es que no se animaba a echarla. La chica estaba feliz. Nunca había vivido nada tan intensamente.

¿Pero por qué no entraba al agua la malabarista? Mientras la chica lo acariciaba, Gabriel se adormeció, pensando que no había nada da mejor en el mundo que estar así, con Alicia y la enana.

Alguien que corría tropezó con él y lo despertó bruscamente. La gente se amontonaba en el extremo de la playa señalando al mar, los artistas hacían gestos desesperados, y enseguida entendió: la malabarista finalmente había entrado al mar y estaba ahogándose; esas extremidades minúsculas le habían fallado y no podía volver. Corrió hasta la casilla del guardavidas y golpeó la puerta gritando que corriera, pero el guardavidas ni se movió. Si los enanos se meten en el agua, es cosa de ellos. Que los salven otros enanos. Ya bastante con haberlos tolerado en su playa. Gabriel se dio cuenta de que el guardavidas, pasara lo que pasara, iba a dejar que la enana se ahogase. Lo había decidido desde el principio, desde el momento en que la vio asomar en la ventanilla de la boletería. Los enanos no provenían del verano, sino de otro lado. Que se ahoguen, entonces. Nadie va a lamentarlo. La chica estaba excitadísima con lo que estaba ocurriendo: las manecitas de la enana hundiéndose, y la gente contemplando cómo la enana se ahogaba en el mar sin remedio.

Esa noche no habría función en El Circo Más Grande del Mundo. La chica temblaba, temblaba de emoción. No importaba cuánto faltara para que se terminara el verano. Aunque sólo fueran unas horas. Porque lo importante era la intensidad, la intensidad de las vivencias. Y todo era estrictamente maravilloso.

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