› Por Eduardo Jozami *
Desde hoy la ciudad de Buenos Aires tiene su Monumento a los Desaparecidos. En el Parque de la Memoria, junto al río, en un predio poblado de esculturas que en su diversidad estética expresan un único homenaje, estarán inscriptos en piedra los nombres de nuestros compañeros. Cada uno estos nombres y apellidos de mujeres y hombres relata una historia –tempranamente tronchada en la mayoría de los casos– que es individual e intransferible, porque cada uno llegó por un camino propio a los sueños y esperanzas que fueron los de toda una generación.
En su conjunto, esa lista grabada en la piedra evoca la tragedia mayor de la historia argentina contemporánea. Desde que Homero mostró a Aquiles, cegado por el odio, inclinándose ante al viejo Príamo para entregarle el cuerpo de su hijo, la tragedia griega haría de éste uno de sus temas favoritos. Más tarde, las sociedades marcadas por la codicia y la injusticia aprendieron a otorgar a los muertos el respeto y la consideración que no podían asegurar a los vivos. Ese piso ético de la cultura universal también fue traspasado por la dictadura.
El proyecto para el Parque de la Memoria, impulsado por un conjunto de organismos de Derechos Humanos y suscripto por un grupo de legisladores que integrábamos distintos bloques, fue una de las primeras iniciativas de la naciente Legislatura, a fines de 1997. Se iniciaba en la ciudad de Buenos Aires un período institucional y eran muchas las expectativas. No es ésta la ocasión para señalar cuántas de éstas expectativas se cumplieron, sí para señalar tres hechos relevantes: fue la primera experiencia de acción conjunta entre organismos de Derechos Humanos, funcionarios y representantes políticos; la Legislatura inició su gestión bajo la advocación de nuestros compañeros desaparecidos y, además, los severos conflictos políticos que atravesó la ciudad no impidieron que siguiera avanzando el proyecto.
Constituida la Comisión especial con la participación de legisladores y funcionarios junto con los organismos de Derechos Humanos que incansablemente impulsaron la propuesta, no fueron pocas las dificultades que fue necesario enfrentar. Aunque resulte injusto hacer menciones particulares en un ámbito que se caracterizó por la entrega de todos, es bueno recordar que Gabriela Alegre fue desde un comienzo la coordinadora y tomó a su cargo la tarea de garantizar el funcionamiento de la Comisión y que resulta imposible imaginar este logro sin el concurso de Marcelo Brodsky: no sólo pensó la iniciativa sino que discutió minuciosamente el proyecto y las bases del concurso escultórico e interpeló funcionarios y arquitectos con ese apasionamiento lindante con la desmesura que suele acompañar las grandes causas.
La audiencia pública previa a la sanción fue la ocasión para que los sectores que se oponían al proyecto reclamaran por “la memoria completa”, tal como hoy hacen algunos. No fueron escuchados –el proyecto fue votado por todos los bloques legislativos– como hoy no los escucha una sociedad que comprende que ningún otro episodio de los años ’70 puede compararse con el genocidio planificado desde el Estado.
Releyendo los textos de aquel debate legislativo, evoco el criterio que orientó el compromiso de muchos diputados. Para quienes ya entonces éramos militantes y no hemos renunciado a la política en este mundo tan distinto de hoy, el homenaje implicaba un diálogo con nuestros compañeros desaparecidos, una ocasión para reflexionar acerca de si estábamos encontrando el buen camino. Las luchas, explicó Walter Benjamin, deben menos a una desinteresada preocupación por el futuro que a la perduración de los dolores del pasado. Y son esas heridas que están presentes las que nos dan fuerza hoy.
Aunque es parte principal de la historia y de la identidad de Buenos Aires, esta ciudad se acostumbró a crecer de espaldas a su río “de sueñera y de barro”. El hombre de campo sabe escuchar al río y conversa con él. Le cuenta sus penas y sus alegrías y el río, como los pájaros –recordemos, entre tantos otros testimonios, al Arguedas de Los ríos profundos–, sabe cómo contestarle y así, escuchando el arrullo de las aguas, el hombre se siente más pleno y más rico. Los porteños no sabemos hablarle al río, no conocemos ese lenguaje. Sin embargo, en los años últimos nos hemos acostumbrado a inclinarnos hacia él y tirar flores allí donde sabemos que fueron arrojados miles de compañeros.
Ahora imagino nuestras peregrinaciones por el parque hasta llegar junto al río e inclinarnos para escuchar su mensaje. Renovaremos así este reconocimiento que hoy la ciudad brinda, transformándolo en un acto permanente de memoria: conscientes de que el principal homenaje a los desaparecidos, el de nuestra vida cotidiana, es el desafío de estar a la altura de sus sueños y esperanzas.
* Ex legislador.
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