CONTRATAPA › A PROPOSITO DE “LITERATOS”
› Por Juan Sasturain
La palabra “literato” suena a cargada. Y acaso sea por la terminación, cuasi ridícula en castellano, Borges tiene una letra de tango, “El títere” –que musicalizó Piazzolla y cantó el Feo Rivero–, que juega con la sonora rima en “ato”: contrato, Triunvirato, la Quinta del Ñato... O acaso la razón por la que la palabra suene burlona, con un dejo de joda, sea porque comparte raíz con “literatura”. Es decir: el “literato” evoca la institución, no la tarea de escribir. Y el laburo siempre es más noble o menos sospechoso de chantada que la institución. Se podría decir o suponer que mientras los escritores escriben, los literatos se ocupan de (hacer, comentar, envidiar) libros, Algo así.
Por eso el libro dibujado, escrito y antologado por Palomo –José Palomo Fuentes, chileno de Santiago pero laboralmente amexicanado por años– que trata genéricamente de escritores, se llama Literatos. Lo editó el Fondo de Cultura Económica y es buenísimo: una verdadera vacuna contra el patetismo, enfermedad endémica en el gremio de la pluma. Y Palomo menta las plumas porque de plumas se trata: las del escenario iluminado, las del pavo real. Las del pavo a secas.
Palomo dice de su libro, manteniendo un tono seudocastizo y engolado acorde con el título, que se trata de un “bestiario con apuntes del natural” –que son sus humoradas–, “recamado en perlas escogidas del acervo literario universal”: los breves textos de autores famosos.
Pero, en realidad, Literatos propone tres tipos de aproximaciones al tema de la literatura en general y de los libros en particular: las citas citables, los dibujos y los chistes. De algún modo, cada parte o gesto abre un sentido, marca una dirección. Las citas –antología de opiniones, frases ingeniosas o epigramas varios– están diseminadas a lo largo del texto como quien pega cartelitos o, mejor, como quien fija stickers, apoya avisos imantados en la puerta de la heladera. Exactamente así. Wilde, Cioran, Borges, Flaubert, Groucho, Sartre y algunos entapados menos famosos y sagaces dejan su frase para recordar y en colores.
Los dibujos de Palomo, en general, son apuntes rápidos y certeros esbozados al paso y a menudo con sonido directo (su especialidad y destreza características). Palomo es suelto para dibujar, pero no apurado por plantar dos muñequitos para justificar un diálogo. No: le gusta dibujar porque sabe y se (le) nota. Seguro y liviano de trazo como pocos, se mueve cómodo entre máquinas y todo tipo de objetos, no les teme a los detalles, compone y ambienta que es un lujo sin cerrar el cuadro. Es decir: le sobran recursos con pocos trazos vivos, expresivos, de primera intención.
Pero, sobre todo, Palomo dibuja gente: hombres grande y chicos, mujeres de todo tipo y los mejores perros de Latinoamérica, una especialidad. En este caso, se trata de gente estudiadamente informal que habla sentada en sillones o ante una mesa con micrófono, escribe a máquina, fuma con barba y anteojos, da pena o hace gracia. Palomo se dedica con esmero no impiadoso a una fauna bien conocida cazada al vuelo en su hábitat natural: presentaciones de libros y otros ámbitos privilegiados de pastoreo y pavoneo intelectual. Y ahí hace chistes, hace estragos.
Los chistes son buenos en el mejor sentido de la palabra –Machado dixit– y también en todos los sentidos. Porque Palomo no es un depredador ni un taxidermista, como suelen serlo otros frecuentadores críticos de estas calificadas especies en cuestión. Sabe que estos plumíferos son molestos, joden y nadie sabe bien para qué sirven, como los mosquitos. Pero ni los mata ni los embalsama; los quiere vivos, para poder verlos moverse, hablar, cagarse de risa de y con ellos.
Es que en el fondo, Palomo es uno más. Uno más del bestiario que sus dibujos iluminan.
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