Mar 23.09.2003

CULTURA  › A TREINTA AÑOS DE LA DESAPARICION DE PABLO NERUDA, UN POETA FUNDAMENTAL

“Se lo llevaron todo, nos dejaron la palabra”

Su viaje fue del romanticismo y surrealismo inicial al compromiso explícito de sus tiempos maduros, cuando la política le sirvió como herramienta de cambio, pero también fuente de decepciones y persecución. Pinochet y sus secuaces quisieron borrar todo rastro de su existencia, pero Neruda ya había dejado una obra inmortal.

› Por Silvina Friera

Los poemas le zumbaban como abejas al joven Neftalí Ricardo Reyes, que nació un 12 de julio de 1904 en Parral, pero pasó su infancia en Temuco, entre la bruma de los bosques y las lluvias interminables que castigaban al sur chileno, sin sospechar que, al adoptar el seudónimo Pablo Neruda, su voz lírica se convertiría en una de las más importantes del siglo XX. Se refugió en la poesía con la ferocidad de un adolescente tímido y desdichado, que avizoraba que la muerte del mundo caía irremediablemente sobre su vida. “Sin que yo lo recuerde, sin saber que la miré con mis ojos, murió mi madre, agotada por la tuberculosis”, escribió el premio Nobel de Literatura (1971), en Confieso que he vivido, su libro de memorias póstumas. Esa terrible visión existencial de lo que se deshace y destruye –la hembra que se consume cuando acaba de “dar vida”– quedó plasmada en un puñado de poesías iniciales (especialmente las que integran Crepusculario, El hondero entusiasta y Veinte poemas de amor y una canción desesperada) de donde emergen manos y pies mutilados, la sangre y el llanto, utensilios sueltos, despojos y tantos otros objetos arrancados de su sitio. El propio Neruda, que luchó contra el cáncer, sufrió un ultraje similar. Murió el 23 de septiembre de 1973, días después del derrocamiento del presidente Salvador Allende. Aunque pidió ser enterrado en Isla Negra, la dictadura pinochetista, temerosa de que la canonización de Neruda despertara más conciencia social dispuesta a derrumbar al régimen, saqueó su casa, destrozó la biblioteca y, no contenta con tanto vandalismo, trasladó los restos del poeta a un nicho común del Cementerio General de Santiago.
A 30 años de la muerte del autor de Residencia en la tierra, Canto general, Odas elementales y Los versos del capitán, entre otros poemarios, una certeza atraviesa su legado: “Qué buen idioma el mío, qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos. Todo se lo tragaban, con religiones, pirámides, tribus, idolatrías iguales a las que ellos traían en sus grandes bolsas. Pero a los bárbaros se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes... el idioma. Salimos perdiendo y salimos ganando. Se lo llevaron todo y nos dejaron la palabra”. El aura romántica y social, su actividad política (la de un fervoroso comunista, que aseguraba que “todo anticomunismo encubre un desacato hacia el porvenir”) y su vocación americanista se fundieron en una voz poética –pródiga en atributos figurativos y metafóricos– que confiaba en la capacidad de llevar la poesía a la vida cotidiana. Neruda, en el devenir de una de las mayores obras poéticas del siglo pasado, desmitificó esa imagen todopoderosa del poeta como un dios del Olimpo, signado por un destino superior al de quienes ejercen otros menesteres y oficios. A menudo, comparaba el trabajo del poeta con el de un panadero que cumple con “la faena de amasar, meter al horno, dorar y entregar el pan de cada día”.
En este manifiesto revolucionario, la herejía del poeta fue proclamar la máxima transparencia y virginidad de la palabra con la que buscaba subvertir la alienación del proletariado chileno. Para muchos de los detractores de Neruda, importaba más crear el fetiche de lo incomprensible, de lo selecto y secreto (cuanto menos entiendan, mejor). En 1945 fue electo senador por las provincias de Tarapacá y Antofagasta, con lo que se metió de lleno en la vida política al ingresar a las filas del partido Comunista de Chile el 15 de julio de ese mismo año. Un año después, el entonces presidente de la república Gabriel González Videla, del partido radical, que había asumido con el apoyo de un frente popular, se volteó contra sus antiguos aliados, prohibió el funcionamiento del partido Comunista y ordenó la detención del poeta. En 1949, tras su destitución en el Senado, Neruda vivió en la clandestinidad, se ocultó endistintas casas de militantes y colaboradores, hasta que logró escapar a la Argentina, cruzando la cordillera. Atrapado en cavilaciones y deducciones solitarias, en los campamentos y habitaciones que lo albergaron, Neruda se sintió más cerca del pueblo anónimo y sus ideas estéticas y su concepción de la literatura sufrieron una honda transformación: del poeta enlutado, melancólico y pesimista de la primera hora al devoto militante, defensor a rajatabla de la causa proletaria y del socialismo humanista (“Y entonces dejé de ser niño, porque comprendí que a mi pueblo no le permitieron la vida y le negaron sepultura”, deslizó en uno de sus poemas).
Aunque proclama que su poesía es comunista, sería errático buscar en el centelleo de su obra los rastros de la doctrina marxista. El poeta salta de su ensimismamiento y comienza a “dialogar” con las multitudes: con el artesano, el labriego, el obrero. Su adhesión al comunismo es un acto de fe y entrega, no pertenece al ámbito de la crítica academicista. La orden de detención se revocó en 1952 y pudo regresar a Chile. Curiosa paradoja y preludio de lo que sucedería en la Argentina (y también en Chile) dos décadas después: Neruda fue detenido en Buenos Aires el 11 de abril de 1957 por la dictadura del general Aramburu. Había viajado para ofrecer un recital, pero lo encarcelaron por comunista. “Ya estaba por abandonar la penitenciaría cuando se me acercó uno de los guardias uniformados y me puso en las manos una página de papel. Era un poema que me dedicaba, escrito en versos primitivos, llenos de desaliño e inocencia como un objeto popular. Creo que pocos poetas han logrado recibir un homenaje poético del ser humano que le pusieron para que lo custodiara”, recordaba Neruda de su encarcelamiento en Buenos Aires.
Cuentan que cuando Neruda vio los aviones que surcaban el cielo de Santiago y escuchó la voz de su amigo Allende, resuelta, enérgica y resignada, el poeta meneó la cabeza, murmuró “mierda” y comenzó a sollozar. El otro cáncer que se instauraba en Chile, el gobierno de Pinochet, abatió al poeta, que había participado activamente de la campaña presidencial de Allende y había sido embajador en Francia del gobierno de la Unión Popular (“me agradaba la idea de representar a un victorioso gobierno popular, alcanzado después de tantos años de gobiernos mediocres y mentirosos”). Pese a que su voluntad y fuerzas lo abandonaban, le dictó a Matilde Urrutia, su última esposa, el epílogo de Confieso que he vivido. “Escribo estas rápidas líneas para mis memorias a sólo tres días de los hechos incalificables que llevaron a la muerte a mi gran compañero el presidente Allende. Su asesinato se mantuvo en silencio; fue enterrado secretamente; sólo a su viuda le fue permitido acompañar aquel inmortal cadáver. La versión de los agresores es que hallaron su cuerpo inerte, con muestras visibles de suicidio. Tenían que aprovechar una ocasión tan bella. Había que ametrallarlo porque jamás renunciaría a su cargo.”
No hay contradicciones entre el joven romántico, con implícitas simpatías surrealistas, y el Neruda maduro, que a través del lenguaje de la poesía enlaza lo que la Historia disemina. La misma voz poética cambiaba de tono, enunciaba de una manera más vital y llana, pero estallaba en verbos activos y potentes, en palabras violentas que lanzaban sus dentelladas a la tierra. “Cada uno de mis versos quiso instalarse como un objeto palpable. Cada uno de mis poemas pretendió ser un instrumento útil de trabajo. Cada uno de mis cantos aspiró a servir en el espacio como signo de reunión donde se cruzaron caminos, o como fragmentos de piedra o de madera en que alguien, otros, los que vendrán, pudieran depositar los nuevos signos.”

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