Sáb 13.12.2003

CULTURA  › OPINION

Honorable Gómez Bolaños

› Por Juan Sasturain

Hace poco lo vi en el cable, en un documental o más bien en un larguísimo reportaje, en el que hablaba con criterio y un cierto desapego zen –zen a la mexicana, rarísimo– de todo. El testimonio era de hace unos años y ya al hombre se lo veía grande en todos los sentidos: de edad y de tamaño. El señor Gómez Bolaños no es alto –no lo era el patético Chavo, no lo era el heroico Chapulín Colorado– pero es ancho, sobre todo de cara: lisa, prolongada en frente amplia, ojos tristes de perro bueno y biaba renegrida en el pelo en fuga. Me cayó bien, una vez más. El hombre contaba logros sin énfasis, precisaba olvidos sin rencores. Un destino ejemplar –no por ser modelo, sí por representativo– de autor y actor popular de teatro y televisión siempre más conocido que reconocido. Pero la cuestión es que ahora, ayer viernes exactamente, el Instituto Nacional de Derechos de Autor mexicano le acaba de otorgar la Gran Orden de Honor Nacional al Mérito Autoral al talentoso Roberto Gómez Bolaños en ceremonia que supongo solemne y llena de licenciados, como corresponde al lugar y estilo. Y no me cuesta imaginar el diálogo ad hoc, previsto por la rutina de los delirantes de siempre: “Dígame, licenciado...” “Licenciado...” “Gracias, muchas gracias...” “No hay de que...so, nomás de papa”. Grande, Chespirito. Pienso, y seré obvio, que más allá de reconocimientos formales o no, hay pocos destinos más envidiables que quedar, anónimo, en la memoria colectiva. Porque pocos saben quién es Gómez Bolaños pero hay por lo menos cuatro generaciones de argentinos –sin ir más lejos– que se rieron y se ríen con el Señor Barriga y Don Ramón, y se permiten preguntarse todavía quién podrá defenderlos porque conocen la respuesta. Como esos boleros y tangos alevosos cuya letra todo el mundo sabe y sólo algunos identifican la autoría, los personajes que este veterano mexicano creó sin pudor ni cuidado del color local, quedaron ahí (acá) para siempre. Con un vocabulario casi críptico de chanfles, chipotes, canicas y vecindario (¿cuánto vale un “chavo”, qué bichito es un “chapulín”?) puesto en boca de estereotipos políticamente incorrectos que escandalizaron en su momento a nuestra progresía bienpensante, El Chavo del Ocho y sus tripulantes se hicieron lugar en el sillón grande del living junto a El Zorro y Los Tres Chiflados. Porque los argentinos no sólo venimos de los barcos; también, algunos, llegaron por la tele.

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