Sáb 10.04.2004

CULTURA  › LAS FINANZAS Y LOS INTERESES ECONOMICOS EN LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA

Gallo rojo, gallo negro

El nuevo libro del periodista Daniel Muchnik –que Página/12 adelanta– cuenta la historia secreta de cómo Franco y la aristocracia española financiaron la rebelión contra la República, con ayuda de la Alemania nazi y de las multinacionales petroleras, ante la indiferencia de las democracias.

Por Daniel Muchnik

Londres fue uno de los centros desde donde la aristocracia financiera española organizó el apoyo a la sedición. Uno de sus miembros más activos fue Juan March, un antiguo contrabandista convertido en director del monopolio del tabaco durante el reinado de Alfonso XIII. Acusado de traición y de fraude por el primer gobierno republicano, era propietario de vastas extensiones rurales y hombre de confianza de capitalistas ingleses, franceses, italianos y alemanes. Había entramado esas relaciones como presidente de la Oficina Central de la Industria Española, y comenzó a utilizarlas en contra de la República desde el emporio tabacalero Kleinwort & Sons de Londres.
Residía además en la capital británica, desde los inicios del gobierno republicano, un grupo de aristócratas y monárquicos exiliados, entre los que se destacaban el duque de Alba, el marqués del Moral, el marqués de Portago y el terrateniente don Alfonso de Olano y Thinkier, quienes organizaron una junta nacional que comenzó a conspirar desde el mismo día de iniciada la rebelión. El célebre ingeniero Juan de la Cierva –inventor del autogiro o helicóptero– fue erigido jefe del grupo por sus aceitados contactos con los industriales de la aviación. El propio De la Cierva fue el encargado de las compras de armas que el emisario del gobierno republicano de Giral estaba negociando en Londres. Para que esa maniobra pudiera realizarse fue clave la traición a la República de su embajador Julio López Oliván. Utilizando las reservas que la agencia londinense del Banco de España tenía depositadas en el Westminster Bank, Oliván financió la compra de armas, pero para los rebeldes, con la aquiescencia cómplice del ministro de Relaciones Exteriores, Anthony Eden. Pero la defección de Oliván no fue excepcional, sino que la mayoría de los embajadores españoles traicionaron a sus mandantes y se convirtieron en activos agentes de los golpistas.
Lo cierto es que el capitalismo occidental veía amenazadas sus inversiones en España, por ejemplo en los servicios públicos, que habían sido o estaban en proceso de confiscación, o en las estratégicas minas de Río Tinto, de capitales británicos y franceses, cuyas acciones fluctuarían según Franco se acercara o alejara de la victoria.
Gran Bretaña debía además proteger Gibraltar, el estratégico paso del Atlántico al Mediterráneo. Por esas razones, aunque desde 1931 la comunidad internacional había prohibido la venta de armas a España, los rebeldes lograron recibir cargamentos y aviones, en vuelo desde Glasgow a Burgos, cuartel general de los sublevados.
El mecanismo privilegiado para el pertrechamiento clandestino fue la triangulación, sistema por el cual empresas creadas en países neutrales compraban armamento en Inglaterra o Francia y lo vendían a los rebeldes. Polonia fue una de las naciones que más ganancias obtuvo con la venta de armas a los contendientes de la Guerra Civil, entre otras empresas, a través de West Export de Danzig, que a su vez solía hacer negocios con el magnate de la industria nazi y fabricante de armas austríaco Fritz Mandl.
Además de armas, era indispensable para los contendientes la provisión de combustibles y lubricantes. El alzamiento rebelde había partido al monopolio estatal Campsa, como a toda España, aunque la mayoría de los buques tanque había quedado bajo el control de los republicanos. Cuando el general Goded intentó, sin éxito, tomar Barcelona, Juan Antonio Alvarez Alonso, directivo de Campsa y partidario de los rebeldes, huyó a Marsella donde estableció contacto con el presidente de Texaco, el pronazi Thorkild Rieber. De inmediato el titular de Texaco ordenó que cinco de sus buques modificaran sus destinos programados para dirigirse a la Isla de Tenerife, donde descargaron crudo en las refinerías controladas por los rebeldes.
Hacia fin de 1936 Texaco entregó 350.000 toneladas de crudo del total de 1.886.000 de toneladas que ofreció a Franco, a crédito y sin fecha de pago. El 7 de enero de 1937, la Ley de Embargo sancionada por el Congreso de Estados Unidos sumaba, a la prohibición de vender material bélico, la de suministrar combustible a España. Pero no sólo Texaco violó la ley –aun a costa de juicios y multas–, sino que su competidora Standard Oil —Esso, Exxon–, habilitó la ruta Filadelfia-Algeciras para abastecer a los rebeldes.
Según sostiene el historiador Gerald Howson: “En total, Texaco, Shell, Standard Oil, Socony y la Compañía Refinadora Atlántica vendieron a los nacionales carburante por valor de veinte millones de dólares. Sin estas entregas las campañas de Franco habrían tenido que detenerse a los pocos días, pues en aquella época también Alemania e Italia dependían de las empresas angloamericanas para el abastecimiento de carburante”.
A su vez el franquista Ricardo de la Cierva reconoce que: “En otros países más o menos democráticos se registraron ayudas importantes para el esfuerzo de guerra nacionalista. La contribución ilimitada y a crédito de carburantes y lubrificantes por parte de empresas petrolíferas del sur de Estados Unidos, así como el movimiento de opinión católica que en ese país mantuvo el embargo de armas contra la República, tuvo quizá tanta importancia para el desarrollo de la guerra civil como otras contribuciones aireadas por la propaganda”.
De la Cierva se refiere al papel que jugaron las usinas de propaganda rebelde en Estados Unidos, encabezadas por la Peninsular News Service, una agencia de informaciones montada por los alzados.
La opinión pública norteamericana vivió con apasionamiento los sucesos de España. El presidente Franklin D. Roosevelt, que terminaba su mandato y aspiraba a la reelección, siguió los consejos de su influyente secretario de Estado Cordell Hull y sostuvo la neutralidad de Estados Unidos. Pese a que su esposa Eleanor, Harold Ickes, secretario del Interior, y Henry Morgenthau, secretario del Tesoro, eran partidarios de la República, no pudieron contra la presión de Hull, las empresas petroleras y el ambiente calmo que necesitaba Roosevelt para enfrentar su campaña electoral.
Fue además determinante en la decisión de mantener la neutralidad, la activa militancia anticomunista –que sumaba una profesión antisemita– del establishment norteamericano, que Henry Ford manipulaba desde Detroit. La polarización se extendió al seno de la comunidad católica estadounidense: los obispos adherían a la rebelión, en tanto la mayoría de los sacerdotes apoyaba la República. Esa escisión reflejaba la fractura del catolicismo en todo el mundo, que se tornó evidente luego de que el papa Pío XI se reuniera el 14 de septiembre de 1936 en Castelgandolfo, con 600 refugiados españoles. Allí habló del “odio a Dios verdaderamente satánico” de los republicanos.
Minerales para el III Reich
La cuenca andaluza de Peñarroya es la región minera por excelencia de España, y por lo tanto fue una zona crítica durante la Guerra Civil. La extensión de Peñarroya permitió que sus explotaciones fuesen controladas por ambos bandos, aunque por su importancia la región sería escenario de masacres interminables perpetradas por los rebeldes.
La caída de la cuenca asturiana en manos de los rebeldes otorgó a las minas de Puertollano un lugar central para los intereses de la República, ya que a partir de ese momento tendría que abastecerla, casi con exclusividad, de las materias primas esenciales para la contienda. Por esta razón se aumentó el personal obrero y se intensificó su explotación hasta lograr una producción considerable. Para mantener ese ritmo el gobierno republicano prohibió la incorporación de mineros a la lucha armada, a los que sumó el personal evacuado de la cuenca de Peñarroya.
Los intereses mineros de Francia e Inglaterra en España se remontaban al pasado. Pero las fuerzas nazifascistas estaban tejiendo una red de negocios que también pretendían usufructuar esos insumos estratégicos. Un año antes de la contienda, en abril de 1935, el conglomerado del acero y la banca alemana había posado sus ojos en las minas españolas. El grupo estaba formado por la Rheinische Metalwerke, Siemens, Vulkan, Krupp y la poderosa IG Farbenindustrie.
El emprendimiento era de tal envergadura que el grupo alemán admitió la participación de industriales italianos, y de representantes de Rockefeller en Roma. Los informes de prospección minera revelaban, entre otros, yacimientos de lignito, mineral que la IG Farben necesitaba para su proyecto de combustible a base de carbón líquido, indispensable para superar la carencia de hidrocarburos alemanes, de cara al rearme. Además, la posibilidad de hallar oro ofrecía a los alemanes la oportunidad de aplicar un novedoso método de extracción que permitiría obtener 16 gramos de oro por cada tonelada de mineral en bruto.
El grupo empresario había confiado en que José Gil Robles ganaría las elecciones de 1936, victoria que les aseguraba las concesiones mineras. De manera que ante el triunfo del Frente Popular, el conglomerado ítalo-alemán depositó sus esperanzas en el alzamiento encabezado ahora por el general Franco.
Pero la posición periférica de los apenas 1000 oficiales que iniciaron la revuelta tornaba poco probable, si no imposible, que la sublevación tuviera éxito. Por eso el general Franco, destacado en Tenerife, solicitó ayuda a Mussolini quien, interesado en los dominios coloniales franceses, envió nueve aviones para que el ejército golpista estancado en Marruecos –el más entrenado–, pudiera alcanzar el territorio peninsular.
Además Franco inició negociaciones con el nazismo en procura de más apoyo aéreo a través de su viejo conocido, el empresario alemán residente en Marruecos Johannes Bernhardt, activo miembro de la AO –la Organización del Nsdap para los alemanes en el extranjero–, quien a su vez intercedió ante Adolf Langheim, jefe del partido nazi en Marruecos. El 23 de junio, en un vuelo de Lufthansa, Bernhardt, Langheim y el capitán Francisco Arranz Monasterio se trasladaron a Bayreuth, donde Hitler se extasiaba en el festival anual Wagner.
Si bien Bernhardt era un influyente y convencido nazi, ni Hitler ni su entorno lo conocían personalmente. Para salvar ese inconveniente recurrieron a la medición de Friedheilm Burbach, primer representante de Hitler en España y Portugal, y luego cónsul durante muchos años en Bilbao. Era un personaje clave en la red de espionaje nazi en Vizcaya, y su simpatía por los rebeldes contribuyó a cambiar la historia de España.
Luego de leer la carta manuscrita que Franco le dirigía, superando sus dudas Hitler aceptó colaborar con los golpistas, y con creces. Envió veinte bombarderos-transportes Junkers Ju 52, y seis cazas Heinkel He 51.
Inmediatamente después de recibir esa ayuda los rebeldes crearon la Compañía Hispano-Marroquí de Transportes (Hisma) con oficinas comerciales en Ceuta y Sevilla, administraba por el pintoresco general Alexander von Schelle. La Hisma debía ocuparse del intercambio de armas por materias primas españolas, como acero y cobre.
Por su parte, los alemanes montaron la Rosthoffe und Waren Einkausfgesellschaft (Rowak), una empresa estatal fundada por Bernhardt y Goering, dirigida por el general nazi Von Yagwitz, encargada directa de negociar con la Hisma. Bajo ese paraguas, alrededor de 350 empresas alemanas radicadas en España se dispusieron a colaborar con los rebeldes. La red estaba conformada por el Deutsche Bank, la aseguradora Plus Ultra, frigoríficos, navieras y mineras, y la dirigía Johannes Bernhardt. Entre julio y octubre, la fuerza aérea nazi transportó 13.523 soldados de las fuerzas sublevadas y 270.000 kilogramos de material bélico desde Africa hasta Andalucía. La ayuda total de los nazis a la rebelión fue valuada en 500 millones de marcos.
Mientras tanto, y casi como un ejercicio previo a la Segunda Guerra Mundial, nazis y fascistas estrechaban sus vínculos militares en la arena española a través del almirante Wilhelm Canaris, jefe de la Abwher –el Servicio de Informaciones del exterior–, y el general fascista Mario Roatta. A su vez, según aconsejaba Wilhelm von Faupel –el mismoinstructor militar del ejército argentino en la década de 1920–, Alemania debía mantener su intervención en España con discreción, y como distracción para las potencias europeas, mientras el Führer se dedicaba a planear su avance hacia el este, siempre hacia el este.
Desde el punto de vista de los alemanes, cualquiera de las variantes beneficiaba sus intereses: si triunfaban los rebeldes Hitler emergía como adalid del autcomunismo, a la vez que colocaba en el sur de Francia un aliado amenazante. Si la República vencía, el Führer se sentía con derecho a apoderarse de las colonias españolas, so pretexto de debilitar un Estado “comunista”.
Sin embargo, antes de decidirse a apoyar el levantamiento en contra de la República, Hitler había tomado sus recaudos. Cuenta el historiador Angel Viñas que el general Mola, alzado en Pamplona al mando de 6000 rebeldes, recibió la visita de Bernhardt. Traía buenas y malas noticias: le comunicó al hasta entonces jefe de los rebeldes que un convoy ferroviario estaba por arribar con armas y municiones del III Reich. Pero agregó que “había recibido órdenes de comunicarle que todas aquellas armas las recibía, no de Alemania, sino de manos del general Franco”.
El virtual Director del golpe comprendió de inmediato que se había convertido en una simple marioneta del circo orquestado por Francisco Franco. Angel Viñas explica las razones de este golpe de timón: “Hitler redujo a nada las posibilidades que quizás hubieran podido abrirse –o no– para Mola a través de los muy secretos contactos mantenidos anteriormente por el general Sanjurjo con determinados círculos alemanes, contactos que, en parte, databan de los años veinte y que fueron reactivados tras el 18 de julio por el ‘Director’”.
Viñas se refiere a los vínculos secretos establecidos en los años previos al nazismo, entre los rancios círculos aristocráticos y militares españoles y alemanes. Pero los nazis buscaban, precisamente, reducir a la nada el poder de las viejas clases dominantes, de modo tal que si el Reich iba a respaldar una sublevación en España, la persona que la comandara no debía ser precisamente un general que mantenía estrechas relaciones con los sectores monárquicos y carlistas.
Franco era un general nuevo, dirigía la fuerza militar española más experimentada y mejor equipada, y había demostrado ese espíritu despiadado propio de los nazis alemanes, cualidad que seguramente usaría para sojuzgar a las fuerzas democráticas españolas. Los altos estamentos del Nsdap apoyaban esa estrategia, desde Goering hasta Rudolf Hess, mientras sólo los sectores tradicionalistas del ejército germano la criticaron. El ministro de Guerra, Werner von Blomberg, y el jefe de Estado Mayor, barón Werner von Fritsch, sostenían que la intervención alemana en España era un “despilfarro” –la Rowak costó 3 millones de marcos–, y una “movida militar” dudosa.
La decisiva ayuda militar alemana y la unción de Franco con Hitler permitieron que la débil asonada, cuyo destino era el fracaso, se transformara en un verdadero golpe de Estado.
El avance rebelde
La República no contaba con tropas suficientes ni organizadas para enfrentar al ejército africano, que avanzó fácilmente desde Cádiz hasta Sevilla, dejando tras su paso una estela de sangre, terror y escarmiento, y la retaguardia limpia, tal como lo atestigua la matanza de Badajoz.
Algunos intelectuales de primer orden, como Miguel de Unamuno, se opusieron tenazmente a la violencia en las primeras zonas de ocupación de los rebeldes. El filósofo vasco y rector de la Universidad de Salamanca, que había admirado a sus alumnos falangistas y colaborado económicamente con su causa, al comprender horrores como el de Badajoz se pronunció en contra de esa “enfermedad mental colectiva, una epidemia de locura”.
El 12 de octubre de 1936, durante una ceremonia por el Día de la Raza, se escucharon discursos de exaltación del fascismo, contra el nacionalismo catalán y vasco, y se gritó el consabido ¡Viva la Muerte!, consigna de los legionarios del norte de Africa, acuñada por el general José Millán de Astray y Terreros. Unamuno, de 72 años entonces, cerró impaciente el acto con un discurso que se convirtió en un campanazo por la libertad y contra la demencia armada, a pesar de las interrupciones de Millán Astray que vociferaba “¡Mueran los intelectuales! ¡Viva la muerte!”.
El general Gonzalo Queipo de Llano fue el encargado de “limpiar” la zona de Andalucía, que carecía de apoyo rebelde. Con tan sólo 200 hombres se apoderó de Sevilla durante el primer día del levantamiento, antes de que miles fueran fusilados y sus propiedades entregadas a simpatizantes de los rebeldes. Queipo de Llano predicaba ante quien quisiera escucharlo que el fascismo era el régimen de gobierno del futuro. Como se interesaba además en las nuevas técnicas de propaganda nazi, se rodeó de colaboradores directos de Joseph Goebbels, ministro de Propaganda de Hitler, asesoramiento que resultó en una especie de imitación degradada de las técnicas en una especie de imitación degradada de las técnicas nazis: desde su emplazamiento sevillano, altavoz en mano, discurseaba una hora cada noche para persuadir a los sevillanos sobre las bondades del régimen.
El avance desde el sur de las tropas de Franco se prolongó el Tajo, donde viró para marchar sobre Madrid. En la batalla se enfrentaron aviones, tanques y blindados rusos contra los alemanes. Los milicianos defendieron tenazmente la ciudad. En los primeros días de combate diez mil cadáveres de ambos bandos se amontonaban a las puertas de Madrid, y en un acto despiadado los presos políticos en manos de los republicanos fueron fusilados cerca de la actual ubicación del aeropuerto de Barajas. Por precaución el gobierno de la República se trasladó a Valencia, pero pese a los esfuerzos rebeldes, Madrid resistió.
Los reveses militares de la República, sumados a la heterogeneidad y falta de preparación táctica de sus tropas y jefes, provocaron la primera crisis política seria, la caída de José Giral, y la constitución del Frente Popular, presidido por Largo Caballero del PSOE. Era un intento de aunar fuerzas, aunque a la larga anarquistas y comunistas no fueron capaces de entenderse.
La ayuda internacional a Franco no cesaba, a pesar de que los países europeos habían suscripto esa farsa llamada Tratado de No Intervención. Para septiembre de 1936 habían sido destacados en España 553 soldados alemanes y 413 italianos. Esta relación entre nazis y fascistas, y la delimitación de áreas de influencia en el terreno de operaciones, culminó en la suscripción de Relaciones Exteriores de Italia, el conde Ciano, bautizado como Eje Roma-Berlín.
Establecido el Eje, Hitler decidió la operación Winterübung Hansa. En octubre de 1936 se puso en marcha, al mando del general Hugo Sperre, la Legión Cóndor, conformada por 3786 hombres, 37 oficiales, 92 aviones, blindados, armas livianas y pesadas. Esas fuerzas nazis colaboraron con los rebeldes hasta el fin de la contienda.
El Duce no quiso quedar a la zaga de Alemania en su ayuda a los insurgentes: les envió 90 aviones y reaprovisionó el Canarias, el único barco español en manos de los rebeldes, y durante los meses siguientes remitió 130 aviones, 2500 toneladas de bombas, 500 cañones, 12.000 ametralladoras, 50 tanques y 3800 vehículos. Al final de la guerra, Mussolini había armado al ejército franquista con 650 aviones, 2000 piezas de artillería, 150 tanques y cerca de 73.000 soldados.
La ayuda italiana fue altamente funcional a las apetencias nazis sobre los minerales españoles. Cuando Franco tomó Bilbao con el apoyo de los Camisas Negras fascistas, cayeron en manos rebeldes las minas de hierro de Vizcaya, tradicionalmente proveedoras de las funciones británicas. Desde entonces ese caudal ferroso comenzó a desviarse hacia Alemania, y el 2 de julio de 1937, a través de un protocolo secreto, Franco se comprometió a otorgar al Reich un trato preferencial en la explotación minera española, una vez finalizada la guerra. De ese modo Hitler se aseguraba recursosindispensables para la guerra moderna, a la vez que privaba de los mismos a su competidor británico.

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