CULTURA
› ENTREVISTA AL ESCRITOR JUAN JOSE HERNANDEZ
“La irreverencia literaria que propongo es saludable”
El notable cuentista y poeta tucumano, admirado por Cortázar y Silvina Ocampo, entre otros, habla sobre su relación con la cultura porteña dominante desde los tiempos de la revista Sur.
Por Silvina Friera
“No digas que sos tucumano porque no parecés”, le exigían a Juan José Hernández, censurando la felicidad (o la fatalidad) con la que el escritor esgrimía su origen, la patria de su infancia y adolescencia, con su vegetación desmesurada, sus veranos violentamente sofocantes y sensuales y su gente maliciosa y reidora. Ese humus poético de sus historias, alimentadas por la sabiduría que le confiere el tener un oído amigo de las peculiaridades de la oralidad, fue decantando en una prosa “transparente, preciosa, lujosa, simple”, como la definió su amiga Alejandra Pizarnik. En su departamento de la calle Pueyrredón el escritor tucumano recuerda, a veces con ironía, otras en un tono paródico, lo que significó para él llegar a Buenos Aires, y animarse a llevar sus poemas a la redacción de la revista Sur, dirigida por Victoria Ocampo. Lo recibió el por entonces secretario de redacción, José “Pepe” Bianco, quien lo escuchó y quedó fascinado con sus relatos. Y se hicieron amigos para siempre. “Empecé a escribir cuentos por Pepe, él me sugería que esas historias que le contaba de la provincia tenía que escribirlas.” El sello Adriana Hidalgo acaba de reeditar la narrativa completa de Hernández, La ciudad de los sueños, que incluye todos sus cuentos y la novela que da título al volumen.
El primero de los cuentos que escribió Hernández fue La viuda. En este relato ya asoma esa destreza hernandiana: el escritor es un retratista fiel hasta el fanatismo con la realidad, un narrador sustantivo y verbal. “Necesité alejarme de mi provincia para que, a través de mi imaginación, pudiera reconciliarme con su fascinante y turbadora realidad”, aclara el escritor. Ese exilio voluntario estuvo amasado por la nostalgia y las tensiones amor–odio que le provocaba recordar la ciudad que lo vio nacer y crecer. Tenía que liberarse del inconformismo y la asfixia que sentía en esa patria chica, pero una vez instalado en Buenos Aires, la escritura de Hernández se ancló en Tucumán, a través de la evocación, y le dio la espalda a una Buenos Aires que se creía el ombligo del mundo.
“Cuando se publicó El inocente, la tapa estaba ilustrada con la foto de un chico moreno, un tucumano que vivía en una casa modesta. Como el libro tuvo alguna repercusión, la editorial me organizó una entrevista en la televisión. La persona que me entrevistó, cuando vio la tapa me dijo: ‘¡Ah, pero sus cuentos son sobre una villa miseria!’. Esta implicación del chico morocho con el villero continúa dándose ahora con los cartoneros”, advierte Hernández en la entrevista con Página/12.
–¿Estos prejuicios se acentuaron o hubo un cambio respecto de cómo Buenos Aires mira a los provincianos?
–Hubo un cambio por la influencia masiva de los músicos del norte, por ejemplo, una cantante como Mercedes Sosa llena el Luna Park, cantando zamba y no tango. Hay como una visión positiva respecto del provinciano, aunque se mantiene el prejuicio racista contra el negro. Mucha gente que viaja a Salta, apenas llega dice: “¡Al fin, esto es América latina!”.
–¿Cómo veía su familia el hecho de que usted quería ser escritor?
–En mi casa no era extraño que hubiera libros, para mí una casa sin libros es un espacio insólito. Además, mi tío era escritor y tenía una biblioteca bastante buena. Desde muy chico leí a muchos autores españoles como Pío Baroja, Peréz Galdós, Unamuno. A una familia de clase media como la mía, no le parecía muy bien que yo fuera escritor, tenía más la fantasía de las profesiones liberales. Mi padre quería que estudiara abogacía, yo intenté estudiar para no seguir decepcionándolos, pero no pude... para mí era como si tuviera que formar parte de un rebaño.
–Debe haber sufrido formas sutiles de discriminación cuando se codeó con el grupo Sur...
–Los medios con que empecé a vincularme en Buenos Aires, el diario La Prensa o Sur, cuando yo insistía en decir que era tucumano, me miraban con desconfianza y me recomendaban: “No digas que sos tucumano porque no parecés”. Volvemos al tema del prejuicio: alguien corta la calle y no falta el automovilista blanco que dice “negro de mierda”. Lo curioso es que ese elemento racista aparece como tema en mis cuentos, sin que sea una diatriba. Pero lo que más me sorprendió, apenas empecé a publicar, es que mis cuentos tuvieran aceptación por la forma en que están escritos.
–¿Por qué?
–Mi escritura tiene como fondo el lenguaje coloquial tucumano, utilizo palabras como yuchán, cañaveral, usapuca, pero el lector de Buenos Aires es narcisista, quiere que aparezca el barrio, los modismos de la ciudad, se siente identificado con el habla de su ciudad. En mis cuentos no llevo al lector a ese mundo esperado sino a la coloquialidad tucumana; es una característica que para mí enriquece la literatura, pero que no justifica que se exponga esas historias del norte como regionalistas, frente a la literatura urbana con pretensión universalista. A Daniel Moyano, que fue un gran amigo, o a mí, nos cosificaban con la etiqueta regionalista. En la novela Pretérito Perfecto, su autor, un escritor coprovinciano, Hugo Foguet, le daba la espalda a Buenos Aires, rescatando e incorporando a la provincia de Tucumán en la literatura nacional. Cortázar, que creía que la novela sobre Buenos Aires estaba por escribirse, decía que los padres fundadores de la novela urbana eran Leopoldo Marechal y Roberto Arlt. Todo lo demás era regionalista, y así el ombligo del mundo era Buenos Aires. Pero este asunto era anterior a la década del ‘60.
–¿Piensa en Borges?
–Sí, claro. Fue el primero en tener esa pretensión de que el porteño es el lenguaje de los argentinos. En su ensayo El idioma de los argentinos, de 1927, señalaba que el idioma nacional viene de Buenos Aires. Y Borges tenía un tonito un tanto canchero, que es propio del porteño.
–Usted empezó escribiendo poemas y después cuentos. ¿Cómo se relacionan estos géneros en su obra?
–A veces tengo la impresión de que algunos de mis cuentos son poemas que me hubiera gustado escribir. El cuento se acerca mucho a la poesía por la cuestión de la oralidad; los primeros cuentos fueron orales, la transmisión era oral y eso permitía algo creador. El cuento moderno cambió el tono de la tradición oral al dejar sin decir cosas, para que el oyente ponga de su imaginación lo que crea que tiene que poner. Confía en la creatividad del lector; no dice todo para no convertirlo en un dictamen, en un dogma. Espera que el lector lo complete. En el cuento hay que llenar ese vacío oral que quedó como consecuencia del paso a la escritura. El narrador oral tiene los matices de la voz, tiene la gestualidad. Eso el escritor debe tratar de conservarlo con la escritura o sugerirlo.
–¿Y qué sucede con la poesía?
–La poesía tiene una transmisión vinculada al canto, a la brevedad. Eso es lo que me impide decir de memoria La Divina Comedia. Antes de ser un acto escrito, la poesía se cantaba, estaba unida al canto, por eso aún hoy la poesía recuerda que había canto. Borges solía decir que no había un verso válido sin que se pudiera decir en voz alta. La poesía no es un texto que exige nada más que la escritura sino que reclama la voz.
–Lo que implica que quizás, entre los géneros, el poético sea el más complejo...
–Cuando a Faulkner le dieron el premio Nobel, leí un reportaje muy difundido en el que afirmaba que todas sus novelas eran poemas que no pudo escribir. Esa insatisfacción lo lleva a una construcción que no era posible sino por acumulación, por saturación. Como el tiempo de la lectura de la novela se extiende, cuenta con el aburrimiento del lector, que puede saltear páginas. En cambio, en el cuento, si suprimís un párrafo, no se entiende nada. En un poema, cambiás una palabra y se viene abajo el edificio poético.
–¿Qué representó para usted escribir la que hasta ahora, es su única novela, La ciudad de los sueños?
–Lo novedoso de esta novela es que así como Cortázar hace una parodia casi sangrienta del lenguaje de las clases medias de Buenos Aires, yo también parodio el lenguaje de la clase alta; hay guarangos, como dicen en las clases altas, pero dentro de su propia clase social, aunque no los ven, o no quieren. Quizá lo que chocó de esa novela es que algunos sintieron que hubo de mi parte una especie de traición, porque si yo había tenido acceso a ese mundo, tenía que haberlo respetado.
–¿Victoria Ocampo, que formaba parte de ese mundo, leyó su novela?
–No, era como Borges que leía solamente a escritores muertos. En cambio, Silvina sí. A ella le encantaban mis cuentos. Tenía una gracia para decir las cosas más insólitas. La conocí en una reunión que había organizado Victoria en su quinta de San Isidro, para presentar a Lanza del Vasto, autor de la novela Judas. Oí a mis espaldas una voz nasal que me preguntaba: “¿Te gusta Lanza del Vasto?” Era Silvina. Le contesté que no había leído absolutamente nada. “Yo tampoco –me dijo ella–. Pero debe escribir bien porque tiene muy lindos pies.”
–¿Reivindica la irreverencia como una forma de leer y de escribir?
–Sí, porque es necesario el espíritu crítico, la libertad, para no convertir al escritor en medalla, en conmemoración, en calle, y entonces nadie lo lee. Esta especie de irreverencia que propongo es saludable. De Borges ya no se puede hacer ninguna crítica, es intocable. ¿Por qué? Borges dice en un poema que las calles de Buenos Aires son las entrañas de mi alma o que fundaron la ciudad en el barrio de Palermo; yo, como tucumano, podría objetar que no comparto esa visión y señalar que está enterrado en Ginebra, no en Palermo. La admiración de Borges por el cuchillo y el pendenciero, además de ser una necesidad como narrador, respondía a la atracción que sienten por los seres marginales quienes nacieron en un hogar burgués, y especialmente culto como en el caso de Borges. Cuando opinaba con malignidad, aparecía la cosa brillante en él, cuando Borges era bueno resultaba insoportable.
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