CULTURA
› A CIEN AÑOS DEL NACIMIENTO DE JEAN-PAUL SARTRE, FIGURA CENTRAL DEL PENSAMIENTO HUMANO
Ese desafío de pensar sin restricciones
Con el correr del tiempo, las nuevas corrientes filosóficas pretendieron devaluarlo por anacrónico. Pero los postulados del pensador francés mantienen hoy su vigencia: “No debo fijarme límites a mí mismo, y no debo permitir que otros los fijen por mí”.
› Por Silvina Friera
Quizá no lo sabía, pero intuía que estaba produciendo una foto para la posteridad, para ese momento post mortem en que una imagen se petrifica, se congela, se inmoviliza y se fija como nunca antes. Jean-Paul Sartre está en la calle, parado sobre un tacho, hablándole a la gente. Aún era el rey de la cultura francesa –y del mundo que se configuró después de la Segunda Guerra Mundial–, aunque su destino se cocinaba a fuego lento en las ollas del posmodernismo. Esa foto perduró más allá y más acá: la revista El Escarabajo de Oro, dirigida por Abelardo Castillo (ver aparte) en mayo de 1961, certificando su impronta sartreana, desplegó en una de sus portadas la imagen del pope del existencialismo. Muchos aprendieron a leer (y a leerlo) gracias a las traducciones de Aurora Bernárdez –la primera mujer de Cortázar– en la editorial Losada; los jóvenes de la década del setenta descubrieron en su vida y en su obra el paradigma del compromiso: querían ser como él o, al menos, parecerse; hubieran querido escribir tan sólo algunas líneas de Las palabras, tal vez aquella en la que señalaba: “Mis libros huelen a sudor y esfuerzo y admito que apestan por la nariz de nuestros aristócratas, muchas veces los he hecho en contra de mí, lo que quiere decir contra todos”.
El autor de ese monumental ensayo de ontología fenomenológica El ser y la nada nació hace 100 años –el 21 de junio de 1905– y murió hace 25, pero el asesinato simbólico había ocurrido mucho antes, cuando se devaluó el horizonte programático sartreano de “el sentido de la Historia y su Verdad”. Murió el mismo año en que murieron Bar-thes, Lacan y Piaget, quienes habían sido, desde el punto de vista del andamiaje teórico, los que lo habían empujado hacia el olvido. Al filósofo le tocaba despedirse de un mundo que lo consideraba una figura anacrónica; el auge de su legado cuasicartesiano de iniciar la filosofía en el yo estaba completamente superado por las nuevas vertientes que, como un huracán, instauraron “la muerte del sujeto”. Y sin embargo, no hay asesinato simbólico que pueda resistir la multiplicidad de lugares y posiciones que ocupa Sartre en la filosofía, en la literatura, en su literatura dramática, con piezas de teatro como Las moscas, A puerta cerrada, Muertos sin sepultura, El diablo y el buen Dios, Las troyanas, Nekrasov, Las manos sucias y Los secuestrados de Altona, entre otras.
Le parecía imposible escribir si no rendía cuentas de su mundo interior y de la manera en que el mundo objetivo se le aparecía. La verdadera literatura, en Sartre, comienza ahí donde la filosofía se detiene. Como autor dramático no trató de renovar las formas, sino de depurar el contenido mediante un retorno a lo trágico. La libertad humana, que él encuentra en las tragedias griegas de Sófocles y de Esquilo, es el motivo principal decantado por Sartre, que entiende que lo más conmovedor que puede mostrar el teatro es una personalidad en formación, el momento de la opción, la decisión libre que compromete una moral y toda una vida. Las criaturas sartreanas son lanzadas o puestas en situaciones extremas y universales. Si estas piezas “apestan”, si están escritas en contra de sí mismo, es decir en contra de todos, no extraña que la violencia, la crueldad y la acidez revelen, en parte, el mecanismo que el autor utiliza para desmontar las certezas espirituales de los personajes, pero al mismo tiempo de sus lectores. El héroe de El diablo y el buen Dios, Goetz, después de perder en una partida de dados opta por hacer el Bien con el mismo empecinamiento con el que antes hacía el Mal. El camino que sigue Goetz es el camino de la libertad: pasa de la creencia en Dios al ateísmo, de una moral abstracta, sin lugar ni tiempo, a una opción concreta. Goetz le reprocha al cura Heinrich: “Dos partidos se enfrentan y tú pretendes pertenecer a los dos a la vez... un traidor que traiciona es un traidor que se acepta”. En A puerta cerrada (1943), Sartre coloca a Inés, Estelle y Garcin en el infierno. Y Garcin dice: “El infierno son los otros”, frase que ha sufrido el desgaste de la repetición y de las interpretaciones equívocas. “Lo que yo diga sobre mí siempre contiene el juicio de otro. Lo que yo siento en mí está viciado del juicio de los demás. Lo cual quiere decir que si establezco mal las relaciones me coloco en total dependencia con respecto a los demás. Y entonces estoy efectivamente en un infierno”, aclaró Sartre. “Y existe una cantidad de gente en el mundo que está en un infierno porque depende excesivamente del juicio de los demás. Pero esto no quiere decir en absoluto que no se puede tener vínculos con los otros. Esto quiere decir simplemente que los demás tienen una importancia capital para cada uno de nosotros.”
Quizá no sólo el dramaturgo, sino el narrador de La náusea y el filósofo de Crítica de la razón dialéctica deberían ser revisitados ahora que el sujeto no está tan muerto como se proclamó dos décadas atrás. “No debo fijarme límites a mí mismo, y no debo permitir que otros los fijen por mí”, dijo el filósofo francés respecto de su deber como intelectual. Ese es el mejor legado sartreano: pensar sin ninguna restricción, incluso a riesgo de cometer errores.
Subnotas