CULTURA › PLASTICA: EXPOSICION DE ARTE IBEROAMERICANO CONTEMPORANEO
Políticas de la diferencia en el Malba
Los fundamentos y los problemas que genera la muestra son abordados en la entrevista con su curador, Kevin Power.
Por Fabián Lebenglik
En el Malba (avenida Figueroa Alcorta 3415) se exhibe hasta el 17 de febrero la muestra “Políticas de la diferencia-Arte iberoamericano de fin de siglo”, que con gran despliegue y producción reúne más de un centenar de artistas de 27 países de América latina, latinos en Estados Unidos y España (el capítulo español se muestra en el Centro Recoleta, Junín 1930). Por la Argentina participan Marcos López, Nicola Costantino, Jorge Gumier Maier, Fabio Kacero, Leandro Erlich y Ar Detroy.
“Políticas de la diferencia” está organizada por el Consorcio de Museos y la Subsecretaría de Promoción Cultural de la Comunidad Valenciana. Comenzó su itinerario en Recife, Brasil y luego pasar por el Malba, sigue en Puerto Rico, Caracas, México y termina en Valencia dentro de un año.
Kevin Power, el cocurador de la muestra junto con Fernando Castro, es crítico de arte, profesor de literatura norteamericana en la Universidad de Alicante y asesor de la Junta de Andalucía. Realizó numerosas exposiciones internacionales, de Julian Schnabel, David Salle, Sigmar Polke, Markus Lupertz, Eric Fischl, Ross Bleckner y Georg Baselitz, entre otros. Publicó varios libros sobre arte, libros de poesía y también textos críticos en catálogos y revistas internacionales. La muestra cuenta con un equipo de otros nueve cocuradores regionales.
Página/12 dialogó con Kevin Power, durante el paso reciente del curador por Buenos Aires.
–Su formación académica inicial es literaria ¿qué valor le asigna a la relación entre literatura y arte?
–Comencé especializándome en literatura rusa, para lo cual estudié ruso, y luego me especialicé en literatura norteamericana. Ahora ya llevo más de veinte años dedicados al arte... Esta mezcla la debo en parte a la influencia de la célebre escuela Black Mountain en Carolina del Norte, donde enseñaba Joseph Albers. Como usted sabe Albers fue una figura clave de la Bauhaus y cuando el nazismo disolvió aquella escuela, el artista y teórico Alemán se exilió en Estados Unidos y pasó a formar parte de la recién inaugurada escuela de Black Mountain, que funcionó hasta fines de los años cincuenta. Se trataba de un proyecto sumamente audaz, en donde se promovía la interacción entre todas las artes, que era una mezcla de escuela de arte liberal, campamento de verano, granja escuela, microsociedad experimental, centro de refugiados y de retiro espiritual. Black Mountain fue una institución clave en la adaptación de las ideas europeas y el surgimiento de la vanguardia norteamericana de posguerra e influyó notablemente en muchos de nosotros. De allí proviene en parte mi inclinación a la interacción entre las artes.
–¿Usted cree que el lugar del curador está suficientemente problematizado desde la crítica?
–Creo que no. A tal punto que el curador corre el peligro de transformarse en la superestrella de las artes incluso ignorando los contextos en los que actúa. Otro riesgo es que los curadores terminen siendo los agentes que confeccionan una suerte de lista de los artistas “top 100” del mundo para consumo del mercado.
El curador internacional debe siempre incorporar el contexto y la crítica local, como lo hecho en esta exposición, en la que intervenimos once curadores y luego un grupo de 27 críticos y especialistas escribieron sus ensayos para el catálogo, que con sus setecientas páginas es exhaustivo, analítico y documental.
La curaduría debe también generar plataformas de diálogo. En esta muestra no hay supercuradores sino que se trata de un proceso compartido y la selección la ha hecho cada curador a través de un intercambio de orientaciones y con absoluta libertad.
–En cierto sentido en la muestra se advierte gran despliegue pero al mismo tiempo ese despliegue se ve un poco caótico, porque no se trata de una muestra de tesis.
–Es imposible hacer una muestra de tesis con 27 países. Cada uno trata de perfilar una síntesis entre la mirada colectiva y la visión particular.
–¿Puede trazar algunas de las cuestiones comunes de las que da cuenta esta muestra sobre el arte de los noventa en Iberoamérica?.
–La apertura hacia lo internacional es una característica de los noventa y rompe con los discursos nacionales. La cuestión de los lenguajes nacionales está en el centro de los problemas. En este sentido se juega el criterio de “lenguajes internacionales”, fundamentalmente la herencia del conceptualismo y del minimalismo, que en América latina, en general, se dio tardíamente.
También está la cuestión del deseo del artista por inscribirse en un circuito más amplio. El tema del mercado, incluso como deseo... porque en buena parte del mundo no existe un mercado del arte.
Pero sobre todo en los años noventa se dio una ruptura con ciertos lenguajes. Sería peligroso reducir esta ruptura, porque ese quiebre se debe a muchos factores simultáneos.
Yo señalaría dos cuestiones problemáticas. Por una parte los mercados de los países centrales son caprichosos. Eso se vio en la actitud de los coleccionistas y compradores de los museos cuando se derrumbaba la Unión Soviética, y cuando se puso en crisis el modelo en Cuba y en China. Allí el coleccionismo, en general, apostó por el arte que hacía una crítica más o menos evidente al sistema anterior. Pero al mismo tiempo allí es cuando América latina entra en el mapa del arte internacional. La tradición modernista latinoamericana encajaba con estas búsquedas del mercado de los países centrales y hubo una gran inversión en ese sentido. Los centros legitiman un discurso politizado.
De allí que en el arte latinoamericano surgió una puesta en cuestión del “arte internacional”, una problematización del arte abstracto, una utilización de los étnico y folclórico. Esto sucedió fundamentalmente durante la década del ochenta. Durante los noventa los artistas entraron en ese juego. Ahora hay estrategias más sutiles y diversas. Los artistas latinoamericanos están mirando el mundo desde la ironía, pero también desde el compromiso y la ética. Hablan de algo específico dentro de un país y se ve un clima compartido. Algo que podría señalarse en común es que hay una vuelta a la subjetividad, combinada y formalizada a través de una mezcla de conceptualismo con guiño social.
–¿De dónde salió el título de la muestra,”Políticas de la diferencia”?
–Lo tomamos prestado de Frederic Jameson, que en la década del setenta se refería al feminismo, la libre elección sexual y el problema de la otredad, como los ejes que trazaban una “política de las diferencias”. El feminismo implica al cincuenta por ciento de la humanidad, pero el discurso de la otredad supone a todos menos a mi grupo o a mí mismo. “Los otros” son el noventa por ciento del mundo.
Algunos de estos discursos posmodernos llegaron tarde a América latina. Todavía se habla del lenguaje del cuerpo, del feminismo, etc. Pero ese discurso supuestamente antiguo, se está haciendo aquí hoy. Y es difícil para los artistas abrir nuevos caminos sobre temas tan transitados. Por eso convocamos a especialistas por regiones y países, porque el discurso crítico más interesante es el que interactúa interdisciplinariamente.
–¿Los estudios culturales?
–Sí, ¿por qué no? Los estudios culturales vienen de las universidades norteamericanas desde la década del sesenta. Los latinoamericanos tienen en este sentido un discurso más formado que en España y el sur europeo. Gente como García Canclini viene directamente de esta tradición norteamericana, aunque tomando lo mejor de ese discurso.
–¿Cree que el discurso marxista está cerrado?
–En los Estados Unidos y en América latina aún no está acabado. En Europa, en cambio, desde el 68 se diluyó ese discurso. Ahora está la llamada “Tercera vía”. Pienso que el discurso postmodernista, a pesar de la mala prensa que se le hace, puede releer el marxismo y darle otra salida. Como sucede con Jameson. No creo que el discurso postmoderno sea de banalización, sino que es de análisis de la cultura postecnológica.
Hay que hacer diferencias entre la dialéctica y el diálogo. En términos esquemáticos puede decirse que los dialécticos monologan, en cambio los dialoguistas dejan oír al otro. El arte, en este sentido, puede funcionar para abrir algo, para molestar y provocar. No me refiero a la provocación modernista sino a la que revela las estructuras. En el postmodernismo es sin embargo importante reconocer la complicidad con el neoliberalismo. Y el arte también tiene una complicidad de este tipo. A partir de que esa relación se admite es posible luego abrir un espacio crítico eficaz.