CULTURA
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La escritura como guerra prolongada
› Por Juan Sasturain
Se murió Roa Bastos y la primera imagen es la del escritor exiliado, el separado de lengua y tierra. Curioso: Roa, prácticamente el único escritor de su país que cualquiera medianamente informado puede nombrar, hizo de su ausencia física –paraguayo sin Paraguay, esa “isla rodeada de tierra”– un ademán tan coherente y expresivo como su misma obra. El suyo es un destino personal, pero a su vez, para Latinoamérica, casi una marca reconocible, una constante: sin necesidad de estirarse hasta el Facundo o los textos de Martí, es alevosamente cierto que muchas de las obras mayores de nuestra literatura contemporánea se escribieron y/o publicaron en el exilio o –por lo menos– lejos de las fronteras patrias. Irse amenazado, echado o harto; irse por laburo, por inquieto o insatisfecho ha sido destino común de poetas y narradores. Los Poemas humanos, Residencia en la tierra, La vida breve, El señor presidente, Rayuela, Cien años de soledad, Yo, el Supremo, Conversación en la Catedral y La Habana para un infante difunto, entre tantas, se escribieron y a menudo publicaron lejos de casa.
Pero el lugar de Roa Bastos no es el de Vallejo, Neruda, Onetti, Asturias, Cortázar, Vargas Llosa o García Márquez. ¿Acaso Roa fue a Stroessner lo que Cabrera Infante a Fidel? Tampoco. Entre el líder carismático de una revolución acosada y un criminal corrupto no caben las analogías. Pero además los cubanos, incluso en la violenta disidencia, tienen algo de abierto y aparatoso, de historia viva; en cambio, la larga y vecina dictadura mediterránea fue un fenómeno parco y sordo, oscuro, anterior. Por eso la guerra prolongada de este paraguayo ilustre que, después de cuarenta años de ostracismo y un regreso tardío, acaba de apagarse un poco desprolijamente en Asunción tuvo algo de gesto primordial, básico. Su narrativa remite al hueso del Poder más allá de la anécdota, de las encarnaciones históricas de la Enfermedad.
La solidez de Yo, el Supremo, su monumental obra maestra del ’74 –última modulación de una serie ejemplar que arranca con Tirano Banderas de Valle Inclán y llega al Patriarca otoñal de García Márquez–, proviene de esa rara alquimia que convierte al tremebundo Doctor Francia en mito primordial, sin sacarlo de la historia. El dictador que lo prohibió allá y los asesinos que lo echaron de acá después de tres décadas –exilio al cuadrado el suyo– sabían lo que hacían y lo que leían. Sus muchos, deslumbrados y agradecidos lectores, también.
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