DEPORTES › OPINIóN
› Por Diego Bonadeo
Los escándalos generalizados entre futbolistas infantiles y preadolescentes de River, Boca, Vélez e Instituto de Córdoba fueron noticias solamente durante un par de horas. Quizá porque estos episodios sí, y de verdad, se encuadran dentro de lo que es la “violencia en el fútbol”, a diferencia de “otras” violencias, que el reduccionismo de los simplificadores le quieren atribuir al fútbol-juego y que tienen que ver prácticamente siempre con otras cuestiones.
Las causas aparentes de estos dislates tienen que ver con los resultados. De manera directa o indirecta. Y si de esto realmente se trata, los responsables fundamentales del desparramo de disvalores son los de siempre. Aquellos que pregonan desde los púlpitos más diversos la imperiosa obligación de ganar a ultranza. Son los propaladores de los apotegmas bilardianos, emparentados con aquella históricamente obscena letanía respecto del deseo de que se caiga el avión si quedamos afuera en la primera rueda, surgida luego de la derrota ante Camerún en el debut del Mundial Italia ‘90.
Los chiquilines de los escándalos futbolísticos, probablemente, se mofen de la cantidad de “no ganadores” –segundos, terceros y ausentes de los podios también– que durante una semana y hasta el domingo festejaron, aún sin ser los campeones, en el certamen mundial de atletismo de Berlín.
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