DEPORTES › OPINIóN
› Por Daniel Guiñazú
Si no fuera porque de antemano se sabía que el puertorriqueño David Quijano era infinitamente inferior a Omar Narváez y de ningún modo podía complicarlo, habría que decir que el chubutense produjo en la madrugada del domingo, en Tucumán, una de las actuaciones más brillantes de su carrera. Casi de campana a campana, hizo de todo y todo bien. Lanzó y pegó golpes como nunca, trabajó con firmeza, continuidad y eficacia a la cabeza y al cuerpo y dominó todas las variables estratégicas.
Sólo la tozuda resistencia de Quijano y la imposibilidad de Narváez de afirmar sus manos lastimadas impidieron una definición categórica a favor del campeón supermosca de la Organización Mundial de Boxeo, quien así retuvo su corona por sexta vez, tercera en lo que va del año.
Resultó una lástima que semejante exhibición de la vigencia del talento de Narváez haya estado condicionada por las limitaciones de un adversario sin demasiados antecedentes para tener una chance por un título, más allá de su 11º puesto en el ranking de la categoría. Y fue una pena que haya dictado su cátedra pugilística en el salón de un lujoso hotel en Tucumán ante apenas 112 comensales distribuidos en catorce mesas de ocho invitados cada uno y no ante una muchedumbre dispuesta a romperse las manos aplaudiéndolo.
Pero así lo dictaron las reglas del negocio. Y más allá de que haya quedado abierta la duda sobre si Narváez hubiera brillado tanto ante un contrincante más exigente y más decidido al menos a discutirle la iniciativa, lo mejor de todo fue haber visto a un campeón que, a los 37 años y con más de diez como monarca (primero de los moscas, ahora de los supermoscas), no se conforma con trabajar a cuentagotas ni regular su genio.
Ni antes, cuando estaba en la plenitud de sus medios, ni ahora que el final de su camino empieza a estar más cerca, Narváez trepó a un cuadrilátero a robar dinero. Siempre subió a dar todo lo que tenía. A veces le falló la inspiración y no le quedó más remedio que pelear para ganar. En Tucumán tuvo todas las luces prendidas. Por eso, a punto en lo físico y lo mental, entregó un capolavoro de libro que le faltaron sólo dos cosas para tildarlo de perfecto: un nocaut que le pusiera un broche de oro y una ovación multitudinaria que agradeciera tanto talento, tanto boxeo suelto sobre un ring.
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