DEPORTES › BRASIL Y ESPAÑA DEFINEN LA COPA DE LAS CONFEDERACIONES EN EL MARACANA
En medio de las protestas sociales que dominaron la escena a lo largo de todo el torneo, hoy se disputará la final entre el actual campeón del mundo y la selección local, que llamativamente no es favorita a pesar de su enorme tradición.
› Por Eric Nepomuceno
Hoy, Brasil y España –como se podía prever– disputan la final de la Copa Confederaciones en un Maracaná reformado al costo de 600 millones de dólares. El balance retrospectivo entre las dos selecciones favorece a Brasil. Pero hay que desconfiar de ese balance.
Hoy, la selección española es considerada, y muchas veces con razón, el mejor equipo del mundo. Le queda a Brasil, además de la ventaja de jugar en casa, la capacidad de improvisación y superación de sus talentos individuales, ya que, una vez más, y como de costumbre, no hubo tiempo para reunirlos en lo que se podría llamar de equipo.
Hay memoria, cuando se trata del Maracaná. En 1950, año de la inauguración, en un Mundial disputado en Brasil, que entonces era al mayor estadio del mundo, el equipo brasileño sacudió a los ibéricos por seis rotundos goles contra apenas uno. Quedó en la memoria y en el tiempo. Hoy, España entra al Maracaná como favorita. A Brasil corresponde sorprender. Hasta hace pocos años, sería exactamente lo contrario.
En las calles brasileñas, un país que respira fútbol, la expectativa es que la joven selección comandada por Luis Felipe Scolari efectivamente sorprenda. Los ojos están centrados en Neymar y Fred, pero también en la defensa, con destaque para Marcelo y sus increíbles arrancadas al ataque. Hay, sí, alegre expectativa con el juego en el mítico Maracaná. Pero es menos, mucho menos, de lo que se podría esperar. ¿Por qué?
Bueno: si uno piensa con calma, verá que esa Copa Confederaciones podría haber resultado bien. El público colmó las expectativas (media de 50 mil pagantes por partido), la audiencia por la tele rompió marcas, y la final de hoy reúne a dos equipos que son íconos del fútbol actual.
Ha sido una buena prueba para detectar las muchas fallas que hay que corregir hasta el Mundial del año que viene, y, en el caso específico del equipo anfitrión, para saber qué puntos hay que ocupar en el foco de la atención a la hora de la preparación.
Y, sin embargo, para la FIFA ha sido poco menos que un desastre. La verdad es que ese torneo ha sido, desde su nacimiento, otro de los tragamonedas inventados por la FIFA, que controla el deporte más popular del planeta.
Sus prepotentes exigencias se mostraron capaces de cambiar inclusive legislaciones de Brasil, como la que prohíbe la venta de bebidas alcohólicas en los estadios, y que tuvo que ser parcialmente suspendida para que la aguada Budweiser, una de los patrocinadores, ejerza el monopolio durante el Mundial. Pero la FIFA fue incapaz de impedir que la fiesta fuese opacada por las calles, con la mayor oleada de manifestaciones populares ocurridas en los últimos 30 años en Brasil coincidiendo, y no por acaso, con el evento.
Además, el calor febril de los fanáticos que hacen que en Brasil el fútbol sea una religión abrazada de manera casi mítica. La oleada de manifestaciones populares ha dado la pauta para la atención. El fútbol ha sido mero actor de reparto en las últimas semanas. Los millones y millones de especialistas que componen la inmensa mayoría de los brasileños, siempre listos para detectar errores de los entrenadores y sugerir, benévolos, soluciones tan obvias como milagrosas, estuvieron presentes, por supuesto. Pero, esta vez, estaban dedicados a, primero, observar perplejos, y luego intentar, atónitos, explicar no lo que ocurría en las canchas, sino en las calles.
Para la FIFA, la prueba mereció una nota, y esa nota ha sido un 7. Brasil se salió del test aprobado, pero sin brillo alguno. De todo lo necesario, logró cumplir un 70 por ciento Su- dáfrica, que organizó el Mundial anterior, en 2010, se salió del mismo test con un 7,5, marca modesta pero superior a la de Brasil.
En la Copa Confederaciones, participaron ocho selecciones. En el Mundial, serán 32. Hay que trabajar, por lo tanto, cuatro veces más. Quedan muchas dudas en el aire. Por ejemplo: para la gran mayoría de los estadios construidos a costos muchas veces millonarios, ¿habrá alguna utilidad cuando termine el Mundial? En ciudades donde la media de público por partido no alcanza la marca de los 15 mil, se construyeron estadios con capacidad superior a 65 mil. ¿Qué los llenará, para asegurar su mantenimiento?
La FIFA trata, en vano, de reaccionar a los que la acusan de no tener otro objetivo que lucrar. Eso, claro, para no mencionar sobreprecios, corrupción, comisiones pasadas bajo la mesa, y otras cositas delictivas más que desde hace décadas integran su agenda cotidiana.
Pero hoy, domingo, la gran duda es otra: ¿logrará Neymar invertir el cuadro de la última vez que se enfrentó con los españoles?
En 2011, al final del Mundial de clubes campeones, el Santos de Neymar enfrentó al Barcelona de Messi e Iniesta. Más que el 4-0 de los catalanes sobre los brasileños, quedó la impactante impresión de un Santos contemplativo frente a la magia de los del Barça. Ojalá eso no se repita hoy en el Maracaná, decían ayer los locales.
Ojalá.
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