Vie 05.07.2013

DEPORTES  › OPINION

En Brasil se acabó la fiesta, vuelve la realidad

› Por Eric Nepomuceno

Pasada la euforia por la tremenda paliza aplicada a España en pleno Maracaná renovado, Río de Janeiro volvió a la vida real. Y la vida real es la siguiente: la ciudad sigue sin estadios.

El Engenhao, cerrado desde marzo, estará en obras hasta noviembre del año que viene. Hay que aplicar refuerzos en la estructura de su cobertura. Es que había un error de proyecto: corregirlo costará millones de dólares y demandará un tiempo inmenso.

La cuestión está en la Justicia. Los integrantes del consorcio de constructoras que terminó la obra cubrirán los gastos de la reforma, pero se niegan a asumir la responsabilidad por el error. Quieren ser resarcidos. La constructora original, la Delta, que abandonó la construcción poco después de haberla iniciado, está involucrada en un sinfín de denuncias de corrupción. Su dueño es íntimo amigo del gobernador de Río de Janeiro, Sergio Cabral. Algunos de los costosos viajes del robusto gobernador a París fueron financiados –hoteles cinco estrellas y cenas con vinos de mil euros la botella inclusive– por la constructora.

Así andan las cosas en el gobierno carioca: un constructor corrupto, con vinculaciones políticas muy intensas e íntimas, no se percata de que en el proyecto original hay fallas aberrantes. Con tal de cobrar se lanza a la obra, cobra las primeras (y muy gordas) cuotas, y listo.

El Maracaná, que pasó por una reforma que costó más de 650 millones de dólares, está cerrado para que el consorcio que lo administra pueda “evaluar la situación”. No hay fecha para la reapertura. La verdad es que el estadio se inauguró faltando muchas obras. Funcionarios de la municipalidad trabajan en la complementación del entorno del estadio. El martes de la semana que viene la FIFA entregará ese icono del fútbol mundial a un consorcio privado. Es decir, pese al dineral público enterrado en esa obra, el estadio pasa a ser privado. Y no se sabe cuándo se abrirá efectivamente para el fútbol.

Resultado: los cuatro equipos de Río que disputan el campeonato brasileño no tienen dónde recibir a sus adversarios. El domingo, por ejemplo, Botafogo y Fluminense se enfrentarán en Recife, capital de Pernambuco, en el nordeste, a 2300 kilómetros de distancia. El clásico siguiente, entre Flamengo y Vasco –los dos equipos de mayor hinchada local–, será disputado en el Castelao de Fortaleza, capital de Ceará, a 2600 kilómetros. Otro partido del Flamengo, esta vez contra el Coritiba, será en el Mané Garrincha, en Brasilia, a unos 1500 kilómetros. Es decir: los equipos locales, aunque tengan el mando de campo, no tienen dónde jugar. Les queda el consuelo de contar con estadios recién inaugurados para la Copa Confederaciones.

A la hinchada no le queda otra que pagar viajes carísimos –los pasajes aéreos en Brasil tienen precios absurdos– o acompañar los partidos por la televisión.

El caso del Maracaná es más complejo. El estadio será entregado al consorcio privado el martes 9 de julio. Al vencer la subasta para las reformas millonarias, ese consorcio se obligó, por contrato, a negociar con por lo menos dos de los clubes de Río para que disputen, en los próximos 35 años, sus partidos en el Maracaná. El problema es que los dos interesados –Flamengo y Fluminense– no llegaron todavía a un acuerdo con el consorcio, que quiere pagar la mitad de lo que piden.

Todo eso, que quizá parezca un tema demasiado local, en realidad tiene un significado bastante más amplio. Los clubes de Río –al contrario de lo que ocurre, por ejemplo, en Buenos Aires– no disponen de canchas con capacidad suficiente para grandes públicos. La más grande, la de Vasco, puede albergar a unas 17 mil personas. Ese el tamaño del problema: una ciudad apasionada por el fútbol se queda sin estadio.

Otro punto importante es ver el descalabro que significa millones y millones de recursos públicos hundidos en obras faraónicas. Uno, el Engenhao, se sabe ahora, puso en riesgo la vida de miles de espectadores durante años. El otro, el Maracaná, llevó más tiempo –y a un costo mucho mayor– para ser reformado que para ser construido.

Los que aceptaron pagar los precios extorsivos cobrados por la FIFA pudieron ver en el Maracaná consagrar la selección de Neymar, Fred, Marcelo y compañía. A la hora de acompañar a sus equipos, tendrán que volar horas. Y quizá se estarán preguntando dónde fueron a parar las pirámides de dinero enterradas en estadios que deberían ser templos del fútbol y en realidad son mausoleos de una administración pública torpe e ineficaz.

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