› Por Eric Nepomuceno
Desde Río de Janeiro
Ninguna sorpresa. O casi: no nos masacraron. Algo es algo. El de ayer no fue el peor desempeño de nuestra selección en esta Copa –al contrario–, ni fue ésta la más catastrófica participación brasileña en un Mundial. Al fin y al cabo, llegamos a las semifinales, cosa que no lográbamos hace un buen rato.
Pero la verdad es que nunca habíamos sufrido semejante paliza como la que nos propinó Alemania y salir de una disputa por el tercer lugar sin anotar un único, un solitario y miserable gol, fue el broche de oro de una jornada melancólica. Holanda estaba exhausta. De no ser así, habrían metido más goles. Buena razón tienen los que dicen que, comparado con la tragedia de este Mundial, el Maracanazo de 1950 es un juego de niños.
Para un país donde el fútbol es religión radical, fundamentalista, el desempeño de la selección en este Mundial ha sido una decepción olímpica. Hice cálculos y llegué a la conclusión –cada brasileño tendrá la suya– de que en el total de los partidos disputados fuimos lo que deberíamos ser durante alrededor de 42 minutos. Y nunca logramos ser lo que deberíamos ser por más de ocho minutos seguidos. Si no llega a ser una vergüenza, es definitivamente una decepción.
Llueven culpas y acusaciones contra los culpables. El blanco principal es, como suele ocurrir, Felipao, el entrenador. En segundo lugar, toda la comisión técnica, que cuenta entre sus integrantes con otro veterano entrenador de la selección: Carlos Alberto Parreira. Luego, los jugadores. Pero la verdad es que quedó absolutamente claro que hay que repensar toda la estructura del fútbol en Brasil. De los dirigentes corruptos a una estructura fallida, del acomodo (al fin y al cabo, por añares seguimos creyendo que somos los mejores del mundo mientras no apareciera alguien que nos aplastara, que ahora apareció...) a la negación a entender que hay que innovar y renovar, nada de lo que está nos sirve.
Ahora ya no importa. Yo tenía dos años cuando lo del Maracanazo, en 1950. Pasé la vida oyendo la misma canción. Luego ganamos cinco títulos y por fin tuvimos otra vez la alegría de organizar un Mundial en nuestros pagos.
Así es la vida: el gran temor era un problemazo en las calles, con manifestaciones violentas, turbulencias generalizadas, descontrol absoluto, algo que sería compensado con un desempeño digno de admiración de la Selección en la cancha. Ocurrió exactamente al revés. Los turistas extranjeros que vinieron –unos 700 mil, superando con creces la previsión de, a lo sumo, 600 mil–, regresan a sus países encantados con el mío. Los aeropuertos, condenados al colapso, tuvieron un desempeño equiparable a los de Alemania en su momento. La telefonía, que según los oráculos de la tragedia anunciada entraría en colapso, funcionó. Mal como siempre en mi país, pero al menos funcionó.
En unos días será la hora de hacer un balance objetivo y sereno de todo esto. Pero de movida se puede asegurar que, para los brasileños, fuera de la cancha pasó exactamente lo contrario de lo esperado. Y que en la cancha, el desastre ha sido mayor de lo que se podía esperar. Podía esperar. Porque si pensamos en lo que se debía –debía– esperar, bueno, la verdad es que aun así hubo una sorpresa. Y no exactamente buena.
Ahora, a serenarse. Persiste en Brasil la gran duda: ¿con quién quedarse hoy, con los alemanes o los argentinos?
Esa duda es, en realidad, lo más inesperado. Porque al fin y al cabo, y por más realistas que quisiéramos ser, en cada uno de nosotros, en el fondo más profundo del alma, quedaba aquel vestigio ínfimo de esperanza de que en la cancha hoy íbamos a estar frente a quien fuese. Perder hubiera sido triste, claro. Pero no estar es mucho más triste. Y no haber logrado apuntar más que un único gol mientras sufríamos diez –siete de Alemania, tres de Holanda–, bueno, eso sí ha sido tremendo.
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