› Por Eric Nepomuceno
Antes de que empezara la Copa del Mundo, en Brasil corría suelta la previsión de que fuera de las canchas estaríamos al borde del desastre. Y, con optimismo evidentemente exagerado, que la patria se salvaría gracias a la selección, que sabría, en el césped, borrar la imagen ciertamente negativa ofrecida por las calles.
Lo que se vio ha sido exactamente la inversa. La hospitalidad de las calles ha sido cálida y generosa, y la tan temida y anunciada violencia partió principalmente de las patadas de los jugadores en los adversarios.
A la hora del balance, el saldo es muy positivo (siempre que se hable de saldo general, o sea, el fiasco en las canchas no se cuenta). Llegaron 700 mil turistas extranjeros, y el 58 por ciento declaró estar firmemente decidido a volver para los Juegos Olímpicos de 2016 en esta ciudad. Una primera estimación indica que, entre brasileños y extranjeros, los turistas giraron alrededor de 30 mil millones de reales, o sea, unos 14.500 millones de dólares, prácticamente lo que se invirtió para realizar el Mundial.
Es verdad que de todas las obras anunciadas, poco más de un 30 por ciento quedó listo a tiempo. Ese porcentaje no se refiere a los estadios (que, contra viento y marea, pudieron estrenarse), sino a obras viales, destinadas principalmente a la movilidad urbana. Pese a eso, la verdad es que no fueron registrados problemas significativos a la hora de desplazarse en las ciudades que hospedaron los partidos. Hubo, por cierto, desvío de dinero, proyectos con sobreprecios absurdos, retrasos homéricos, bien como obras que de la noche a la mañana desaparecieron de la agenda. Nada, en todo caso, que pueda ser considerado nuevo o excepcional en un país acostumbrado a ese y otros avatares cuando se trata de dinero público.
Además de un formidable refuerzo para la imagen del país en todo el mundo, con potencial para aumentar sensiblemente el flujo turístico, más allá de las obras urbanas que quedan (las que no fueron entregadas tuvieron nuevos plazos y se considera que alguna vez quedarán listas), hay otro legado importante dejado por el Mundial: se desmanteló la pandilla, incrustada en la FIFA, que desde 1998 se dedicaba de manera febril al mercado negro de entradas para los partidos y de sobreprecios en las tarifas de los hoteles.
Con relación a la repercusión que el Mundial y la actuación vergonzosa de la selección brasileña tendrán en las elecciones que se realizarán dentro de poco más de dos meses y medio, analistas, sociólogos, politólogos y todos los ólogos que se dedican a explicar todo, la previsión unánime es que no habrá ninguna influencia. Claro que si hubiese ocurrido en las calles la catástrofe transformada en mantra permanente por los heraldos furiosos de la oposición, habría consecuencias negativas para la campaña de Dilma Rousseff buscando su reelección. Se dio la inversa, y es de suponer que la presidenta tratará de sacar provecho de que Brasil realizó aquella que la misma FIFA considera la Copa de las Copas. Los grandes medios hegemónicos de comunicación, que disparan al unísono, día sí y el otro también, contra cualquier movimiento del gobierno de Dilma, tratan ahora de demostrar que, pese a toda la alegría y a todo el éxito, hay fallas y errores. Para la opinión pública, esos disparos dan al agua. La selección ha sido un desastre vergonzoso, la Copa ha sido una fiesta alegre.
Las manifestaciones callejeras que hace un año sacudieron al país no se repitieron para nada. De alguna forma quedó claro que los gastos millonarios realizados en seis años corresponden, sumados, a lo que el país gasta por semana en educación y salud públicas. Claro que tanto la educación como la salud siguen calamitosas, pero no hay que mezclar las cosas. Que se siga protestando y exigiendo, pero sin poner la Copa de por medio.
Hay que recordar, por fin, que hubo un momento en que Brasil entró a la cancha con una belleza insuperable. Ha sido nuestra mejor presencia en el césped, superior incluso a la de cualquier otra representación extranjera. Me refiero a la presencia fulgurante de la modelo Gisele Bündchen (foto, junto a Carlés Puyol), al conducir la Copa que sería entregada a los alemanes.
La Copa, en fin, es de Alemania. Pero Gisele Bündchen es de Brasil. No deja de ser un hermoso consuelo. Algo es algo.
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