DEPORTES › OPINION
› Por Pablo Vignone
Más que la sensación de frustración lógica que provoca la derrota en una final, lo que entristece al hincha de la Selección es, por sobre todo, la manera en la que dejó escapar el título. La Copa América no se esfumó en los penales, sino mucho antes, acaso antes de que el colombiano Roldán pitara el inicio. Lo que más bronca le da al hincha fue haber perdido casi sin haber jugado. O jugando mal. Jugando para que el adversario no jugara.
En el análisis previo se coincidió en que si Chile poseía la ventaja de la localía y el motor del hambre por un triunfo que no había logrado en casi un siglo, la Argentina tenía que hacer pesar su experiencia en definiciones y su grado superior de despliegue técnico. Estaba obligada a mostrar que sus futbolistas se destacan más con la pelota en los pies. Quedó en evidencia ayer que, aun controlando el partido durante largos pasajes, el seleccionado chileno no contó con soluciones técnicas para superar a una defensa, como la argentina, que mostró solidez.
El pecado más grande (como el que cometió Colombia cuando se midió con la Selección) fue haber renunciado a la idea. A la que, con altibajos, con actuaciones fabulosas y también dejando dudas, la condujo sin atenuantes hasta la final. Una idea que pudo haberla llevado a perder 4-3 o 5-4 en los 90 minutos –es probable–, pero que seguramente le daba más chances de ganar y, en especial, de generar orgullo en el hincha que la sigue. Falló el plan y, de seguro a consecuencia de ello, defraudaron los ejecutantes.
Si durante el Mundial de Brasil vimos que el equipo iba abandonando paulatinamente a Messi, reforzándose partido a partido en torno de su arco y renunciando al protagonismo, para terminar sufriendo la decepción del Maracaná que todavía no cumplió un año, lo que sucedió en esta ocasión resultó más violento a la sensibilidad del juego, porque el cambio de actitud no fue progresivo –aunque contra Paraguay había renunciado a la presión alta– y sí repentino, shockeante. La de ayer no era la Selección Argentina que vimos ni, mucho menos, la que queríamos ver jugar.
Una selección con tanto talento no puede darse el lujo de no volcarlo en el trámite, a riesgo de traicionar sus propias convicciones. Si la sequía, que ya lleva 22 años, continúa pesando de esta forma como para que los mejores planes sean desbaratados por la irracionalidad, tenga el entrenador que tenga el seleccionado seguirá reinando la confusión. Por lo menos, ayer quedó expuesto, una vez más, que jugar bien no es sinónimo de perder.
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