Dom 09.11.2003

DEPORTES

Cuando a Diego le cortaron una pierna, 20 años atrás

En 1983, Maradona vivió uno de los momentos más dramáticos de su campaña deportiva, quebrado por el vasco Goicochea. Este es el recuerdo de quien lo acompañó entonces.

Por Guillermo Blanco

Manolito Ureña Díaz es un niño catalán que jugaba en la calle, pasó un auto y lo atropelló. Al coche lo guiaba un hombre que huyó, cobardemente. Manolito quedó tendido, y en la habitación 310 de la Cruz Roja de Hospitalet se recupera de sus dos piernas rotas, mientras la profunda herida cicatriza tras la extirpación del bazo.
Este 24 de septiembre, primer sábado del otoño europeo del ‘83, luego del mediodía, el niño fue visitado por Diego Maradona, quien dejó un momento la concentración del Barcelona y acudió luego de que se le explicara la situación. El hecho no trascendió porque quiso acudir solo, en silencio. Se presentó, le dio un beso, conversó con él y le dejó de regalo su camiseta 10 y una bolsa de caramelos.
–Gracias, Diego –dijo Manolito con voz entrecortada–, pero cuídate de que nadie te haga daño como me lo hicieron a mí. Van a por ti.
Diego le guiñó un ojo y partió. Había que descansar con vistas al partido de esa noche frente al duro Athletic de Bilbao, por la 4ª fecha de la Liga. Su preocupación máxima residía en la presunción de que los vascos no iban a plantear el partido de cara al espectáculo, ni mucho menos. Todos apelando a la marca para no dejar jugar. Ninguno para tratar de hacerlo. Lo intuyó nuevamente cuando supo que Sarabia estaría en el banco. Y así ocurrió.
Lo que nunca pudo imaginar, porque no estaba en él pensar esa posibilidad, fue esa pierna tan mal puesta por Andoni Goicoechea, sin ninguna posibilidad de llegar al balón, en el centro del campo, desde atrás, sin que Diego pudiera levantar la zurda para esquivar el latigazo. El partido ya sumaba dos del 4-0 final. Maradona fue a buscar con facilidad una pelota que marchaba paralela a la línea central, sobre el sector izquierdo, cuando desde atrás llegó la guadaña del rudo central, que dio de pleno en el tobillo izquierdo de la víctima. Fue tremendo el hecho y absurdo el silencio del árbitro, que ni siquiera amonestó al victimario, quien luego sería castigado de oficio por el tribunal disciplinario.
Aunque ya haya pasado el tiempo es necesario volver a recordarlo de por vida, porque entrará en la historia objetiva del fútbol mundial. Se sabrá –se supo– que ese cementerio de elefantes que a veces solía parecer el fútbol español continuaba con las puertas abiertas. Para acceder a él sólo había que tener talento, trascender. Estaba todo computado para que triunfara la mediocridad, igualando para abajo en vez de proteger la fauna para que ésta no se extinguiera. Esos chavales aguardando firmes y silenciosos en las proximidades de la clínica Asepeyo (cuántos más habría en la Argentina) perdieron por un tiempo el espejo de sus sueños. El héroe yacía en la habitación 201 del segundo piso, frente a cuya puerta el cartel era terminante: quirófano y estudios intensivos.
–Me rompió, me rompió... –fue lo primero que le dijo Diego a su fiel amigo y compañero Migueli. Se tomó la cabeza y ya no se levantó. Una fría camilla y una ambulancia en la que también iban su novia, Claudia, y su amigo Jorge Cyterszpiler lo llevaron hasta la clínica del barrio Pedralbes. Había que verlo derramado en esa cama. Las palabras de consuelo rebotaban en las paredes. El miraba hacia el techo gris como preguntando “¿por qué, por qué?” Los doctores Bestit y González Adrio, luego de varias interconsultas, decidían qué hacer, mientras él no percibía el inminente destino de anestesia y sueño. ¿Quién se animaba a decirle la verdad? Fue una enfermera que se lo anunció de casualidad, cuando tratando de ser simpática le dijo: “Tranquilo, ya te vengo a buscar para ir al quirófano”. Diego frunció los ojos y se tapó la cara con las manos.
César Menotti ingresó en la habitación, mordiéndose los labios. “Usted es crack, Diego, y saldrá adelante. Ojalá su sacrificio sirva para que de una vez por todas se acabe la violencia.” La espera fue larga. En el cuarto piso se notó mucha preocupación en la señora de José Luis Núñez, mientras su marido hacía un aparte con Menotti, a quien le insinuó que el Barcelona jugaba con demasiada lealtad.
–¿No somos demasiado buenos, Menotti?
–Presidente, compre boxeadores y resolverá la cuestión.
La operación superaba las dos horas y una más de espera hasta que la camilla apareció, con Diego inconsciente y sus pupilas temblándole. “Me duele mucho, doctor”, alcanzó a balbucear cuando pasó el efecto de los calmantes. “¿Dónde está papá?”, se preocupó, ya que antes de ir al quirófano lo había notado muy nervioso. El no lo estaba; su serenidad tenía mucho de resignación y por momentos se le nublaban los ojos. “No quiero que me operen”, suplicó por esa cuestión personal que el ser humano tiene con el bisturí. A su lado estaba Jorge. Durante muchos años a ambos los unió la alegría. Ahora también los juntaba el dolor.
Habían ido “a por él”, como le alertó Manolito. Las que molestaban, y mucho, eran las declaraciones arrogantes del técnico Javier Clemente (“Estoy orgulloso de mis jugadores”), las que indignaron más aún durante la mañana siguiente cuando antes de subir al avión ironizó: “Quiero esperar una semana para ver si es tan grave lo de Maradona”. Esas palabras cayeron como una puñalada. Entre varios comentarios que transcendieron hubo uno de Menotti. “Me duele mucho todo esto; tanto preanunciarlo al final ocurrió, y mi temor es que siga todo igual. ¿Deberá morirse alguien para que tomen medidas?”
Y Diego allí en la habitación. Somnoliento y balbuceante. Quejándose mientras el tobillo izquierdo latía bajo un yeso interminable, consecuencia de la fractura expuesta de tobillo y maleolo. “¿Estaré el 23 de octubre frente al Madrid?”, preguntaba a quienes estábamos junto a él en ese momento-bisagra en su vida.
Quini había sido el primer jugador en acercársele y darle consejos cuando llegó al Barcelona, y ahora hacía punta junto a él durante el trance, volviendo a la mañana siguiente a la operación. Fue la noche más larga del año, y el tiempo se medía con las agujas del dolor. Lo ayudaban el doctor Rubén Oliva, el profesor Fernando Signorini y el calor de su familia y de una parte de su entorno. A fines de octubre, en vísperas de su cumpleaños 23, veinte años atrás, Oliva lo indujo a que dejara las muletas. Reaparecería ante el Sevilla con dos goles, una herida cerrada en el tobillo y otra abierta en el corazón.
“Van a por ti”, le dijo Manolito. Ni ese niño catalán ni el propio Diego estaban en condiciones de alcanzar a entender la dimensión de la breve frase. Ya rondaban otros males mayores, hoy cruelmente a la vista, y que rebaten de manera concluyente aquellos de que veinte años no es nada...

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