Sáb 15.08.2015

DEPORTES  › OPINION

AFA, conflicto y política

› Por Facundo Martínez

La política ha atravesado siempre al fútbol. La tempestad que por estas horas atraviesa la Asociación del Fútbol Argentino no debería ni siquiera sorprender. Se sabía que, más temprano que tarde, la muerte de Julio Grondona iba a terminar abriendo grietas en el conglomerado dirigencial y que éstas empezarían a verse cuando comenzara a acercarse la fecha de vencimiento que tenía la tregua firmada el año pasado cuando se confirmó a Luis Segura como sucesor legítimo del viejo mandamás, pateando hacia adelante la disputa por el sillón que dejaba vacío.

La ofensiva del vicepresidente de San Lorenzo, Marcelo Tinelli, para que el Comité Ejecutivo le apruebe el próximo martes su candidatura para la presidencia de la AFA –iniciativa duramente atacada por el llamado sector grondonista de la asociación– desnuda las relaciones de poder que juegan dentro del ente regulador del fútbol nacional y desnuda los mecanismos que desde tiempos inmemoriales han sostenido “la paz y el orden” tanto en las oficinas como en los pasillos de la sede de la calle Viamonte.

Si hay pelea hoy en la AFA es porque ya no se escucha la voz de mando de Don Julio, que como ningún otro presidente de la AFA supo construir poder y también murallas de contención para evitar ser destronado a lo largo más de tres décadas. Todavía se recuerda ese paso de comedia que significó la irrupción del empresario de medios Daniel Vila, cuando frente a un puñado de periodistas exclamó que era “el nuevo presidente de la AFA”, cargo en el que duró lo que tardó la puerta de la AFA en cerrarse sobre sus espaldas.

Grondona fue un maestro en el arte de amilanar voluntades. Pero su discípulo, Segura, no demuestra tener la altura de su antecesor ni mucho menos su cintura. Frente a la avanzada de Tinelli, que el martes pasado reunió a un grupo de dirigentes y les presentó su proyecto de conducción –que, por otra parte, sería interesante se haga público– y les solicitó apoyo para sortear los obstáculos que se le presentan a su candidatura, Segura golpeó el puño sobre el escritorio, apretó los dientes y decidió echar a Roberto Fernández, dirigente con derecho a voto, colocado por su propio dedo como titular del Consejo Federal de Fútbol. Su único pecado, haber manifestado apoyo al conductor televisivo. Por su parte, mientras los alfiles del ex presidente de Argentinos –entre ellos Claudio “Chiqui” Tapia, presidente de Barracas Central, premiado recientemente con una vicepresidencia de la AFA– le disparan dardos envenenados al hombre de ShowMatch y ensayan todo tipo de ardides para intentar postergar la votación del Comité Ejecutivo del próximo martes, Tinelli ironizó por Twitter: “Viva la Democracia en la AFA”.

Nada de qué alarmarse. La pelea entre Segura y Tinelli es política. Y si hay política dentro de la AFA –parafraseando al amigo y profesor Eduardo Rinesi, especialista profundo en estas cuestiones de la teoría política– es sencillamente porque en el ente regular del fútbol se ha instalado el conflicto, que vendría a ser su “elemento constitutivo”. El conflicto es entre dos sistemas de valores: uno viejo, conservador, que busca aferrarse a los beneficios que goza, y otro que, con el ropaje joven de la modernización y los buenos negocios, puja por desplazarlo.

La política, que en definitiva es el campo que eligió Tinelli para plantar bandera, se presenta como terreno ideal para lograr el consenso que permita administrar el conflicto y evitar, entonces, “que la sangre llegue al río”. Es obvio que Segura no se siente “seguro” en este terreno. Por eso pretende evitar la contienda electoral. Sin dudas, siente que lleva las de perder. Y parece hasta lógico que así sea. Porque desde el momento en que su voz fue puesta en duda, el conflicto ganó la escena. El escenario es complejo, la lucha por el poder siempre lo es. En este sentido, el primer gesto del presidente de la AFA: el ejercicio de la coerción, herramienta en apariencia fuerte pero insuficiente para el disciplinamiento, bien puede leerse como una nueva señal de debilidad, sobre todo cuando a ésta se le opone la legitimidad de los votos.

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