Mar 02.02.2016

DEPORTES  › OPINIóN

Un despiadado todos contra todos

› Por Daniel Guiñazú

Las imágenes de la gresca entre Estudiantes y Gimnasia califican por sí mismas. No es necesario agregar más nada a lo que la televisión mostró en el límite del domingo y el lunes. En todo caso, el escándalo debería servir para echar una mirada respecto del medio ambiente cultural que rodea hoy día a los jugadores del fútbol argentino. Acaso en ese menjunje puedan encontrarse algunas de las razones de lo que sucedió en Mar del Plata.

La mayoría de los futbolistas de todos los equipos (los grandes, los chicos, los de punta, los que pelean por mantenerse en Primera) leen poco y nada. No escuchan los programas de la radio y ni siquiera miran los de la televisión. Se nutren de su entorno más cercano. Y ese entorno que componen amigos, familiares, hinchas, periodistas y allegados les baja un mensaje extremo y terminante que les ha carcomido la cabeza. Y que repiten como un mantra o una verdad inmodificable. “Ganar no es lo importante, es lo único.” “Hay que ganar como sea.” “Hay que ir a cada pelota como si fuera la última.” “Hay que trabar la cabeza.” “Son todas finales” y otras por el estilo son las notas con las que el fútbol nuestro de cada día compone su banda de sonido. Una melodía que todos parecen repetir a gusto. Y que es la que mejor suena en el oído cada vez más veleidoso de los habitantes de las tribunas.

Convencidos de que la derrota es un drama insoportable y no una posibilidad deportiva, temerosos como pocas veces en la historia de quedar desacomodados ante la mirada de los hinchas, inseguros, expuestos y desbordados por esa presión que los agrede de todos lados, los jugadores entran sacados a la cancha, pasados de revoluciones. No toleran la frustración. Ni siquiera el más leve error de los árbitros. Reaccionan desproporcionadamente en cualquier partido. Y mucho más en los clásicos.

En ese caldero, una chispa desata un incendio. Y ese incendio suele ser incontrolable como lo fue el del clasico de La Plata. No sirven las excusas de ocasión ni los actos públicos de arrepentimiento. Es preciso bajar las cargas y cambiar los discursos tremendistas. Poner al fútbol en su justo lugar, ni más ni menos. Y no darle la importancia exagerada que tantos le dan y que lo han convertido en un despiadado todos contra todos y no en el juego más hermoso del mundo.

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