Dom 14.12.2003

DEPORTES  › LA HISTORIA DE LAS FINALES DE LA COPA INTERCONTINENTAL DISPUTADAS POR CLUBES ARGENTINOS

Para leer luego de la celebración o de la amargura

Boca se jugaba su chance ante el Milan en Japón desde las 7.15, para engrosar una larga lista de definiciones memorables que protagonizaron conjuntos nacionales, desde Independiente en 1964 hasta el propio equipo de Bianchi en 2001.

› Por Gustavo Veiga

“La Copa, la copa, se mira y no se toca...” Aquel cantito un tanto caído en desuso, acaso nacido en las tribunas de Independiente durante los años ‘70, tan mordaz como instructivo para los rivales, en un sentido más amplio refleja una verdad a medias. Las copas se miran por televisión desde tiempo inmemorial y se tocan, sí, porque mudan de nombre, se les agrega un auspicio al trofeo o cambian de sede. Esa es un poco la historia de la Copa Intercontinental, que hoy cumplirá cuarenta y cuatro años, aunque tiene menos ediciones (en 1975 y 1978 no se disputó) y fue ganada por cinco clubes argentinos que salieron campeones en una o dos ocasiones.
Cuando la también denominada Copa Europea-Sudamericana demandaba dos y hasta tres partidos para resolver qué equipo se quedaba con ella, había que atravesar el océano Atlántico un par de veces, como mínimo. Claro, no se trataba de los prolongados y fastidiosos viajes de ahora a Japón, aunque todavía se utilizaban aviones a hélice. Así le ocurrió al primer ganador, el legendario Real Madrid de Alfredo Di Stéfano, el húngaro Puskas y Gento y a su vencido, el Peñarol de Luis Cubilla, Tito Gonçalvez y el ecuatoriano Spencer. La primera final en Montevideo terminó 0-0 y la segunda, en la capital española, resultó un paseo para los galácticos de aquella época: 5-1, casi dos meses después del empate en el Centenario que arbitró el argentino José Luis Praddaude.
Independiente se convirtió en el primer club argentino que jugó la Intercontinental, recién en su quinta edición. Corría 1964 y disputó 300 minutos de fútbol para desempatar. En el encuentro de ida le ganó 1-0 al Inter de Italia en Avellaneda, pero perdió la revancha en Milán 2-0 y la tercera final, tres días más tarde, tuvo como escenario Madrid. El equipo integrado por Santoro, Maldonado y Bernao, entre otros, cayó 1-0 en el alargue. Al año siguiente, volvieron a verse las caras los mismos rivales. Helenio Herrera, el técnico que hizo del catenaccio una marca registrada (el sistema de cerrojo defensivo con el que se identificó durante años a los italianos), sin embargo, no necesitó aplicarlo durante un tercer partido en estadio neutral. Sus ásperos muchachos ganaron 3-0 en Milán e igualaron 0-0 una semana después en Independiente. La primera de esas dos finales del ‘65 agregó una curiosidad: el juez fue el alemán Rudolf Kreitlen, el mismo que, en el Mundial de 1966, expulsó a Antonio Rattin, sin tarjetas y sin intérprete, en un decisivo partido que depositó a los ingleses en las semifinales.
Cuatro campeones distintos
Racing consiguió el primer título mundial para Argentina en 1967 y el desenlace, aún hoy, genera palpitaciones en los hinchas de la Academia. ¿Cuántas veces se pasó por televisión y en blanco y negro, el zurdazo del Chango Cárdenas que valió la Copa ante los escoceses del Celtic? ¿Cuántos relatos como el de aquel gol en la voz de Fioravanti han sido tan emblemáticos? Quizá no se recuerde tanto como esa imagen y esa voz que Racing, antes de dar la vuelta olímpica en Montevideo, había jugado tres finales para ganar la Libertadores ante Nacional de Uruguay y otras tres, ante los europeos. Seis partidos –nada menos–, para disfrutar lo que Boca, si le gana al Milan, conseguiría en la mitad de finales (contadas las dos con el Santos de este año).
Las “batallas” donde a menudo quedaban marcados los tapones en la piel del contrario ya habían robustecido su fama en aquellas finales bautismales que Estudiantes y el Manchester United recrearon sin ponerse colorados. Fue 1-0 en la Bombonera con gol de Marcos Conigliaro y, en Old Trafford, 1-1, con tanto de Juan Ramón Verón y con Medina y el ídolo inglés, George Best, expulsados. Osvaldo Zubeldía y sus hombres, tan fustigados como reivindicados, dividieron al país futbolero. Pero resulta indudable que agigantaron la gloria conseguida, porque representaban a un club que no es considerado grande. En las dos temporadas siguientes, Estudiantes no pudo ni con el Milan ni con el Feyenoord de Holanda. La Intercontinental ya no era la misma: en 1969 había cambiado la reglamentación con la introducción de la diferencia de gol. Como los italianos ganaron 3-0 en casa, no alcanzó la victoria 2-1 con goles de Conigliaro y Aguirre Suárez –después expulsado– en la Bombonera y que culminó en escándalo.
En 1970, Estudiantes repitió una marca sólo igualada por Independiente. Jugó su tercera final consecutiva. Pero los holandeses, donde ya brillaba Van Hanegem –el socio futbolístico de Crüyff en la “Naranja mecánica”–, le empataron 2-2 acá y consiguieron la primera Intercontinental para su país con un apretado 1-0 en Rotterdam. El Ajax lo copió en 1972, aunque la víctima fue Independiente. Terminaron 1-1 en Avellaneda. Y en Amsterdam, la base de aquella selección holandesa que deslumbraría con su juego en el Mundial ‘74 apabulló a los rojos con un elocuente 3-0. La revancha demoró apenas un año. A aquel equipo ya no lo conducía Pedro Dellacha, sí otro símbolo de Racing, Humberto Maschio. Pero la diferencia más notoria la establecería el ídolo nacido en el semillero, un pibe de piernas finitas, pelo ralo y que llevaba la marca en el ojal de sus gambetas indescifrables y pases de eximio billarista: Ricardo Bochini.
Independiente, en un solo partido –del que se acaban de cumplir 30 años el pasado 28 de noviembre– le ganó 1-0 a la Juventus en el Olímpico de Roma, con un golazo del Bocha, tras una recordada pared con Daniel Bertoni. Las finales de 1974 se jugaron en el ‘75 (por lo que se dejaron sin efecto las de este año) y el club de Avellaneda no pudo repetir el título. Lo desbancó el Atlético Madrid, que hizo pesar la diferencia de gol: 1-0 en la Argentina (tanto de Balbuena) y 2-0 en España (Irureta y Ayala para los madrileños). Boca agregó por primera vez su nombre a la lista de campeones del mundo en 1978, aunque había ganado la Copa Libertadores de 1977. Le tocó medirse con el Borussia Moenchengladbach con el que igualó 2-2 en la Bombonera y luego lo superó en Alemania con una exhibición al mejor estilo Lorenzo: presión, recuperación y salida rápi-
da. El 3-0 en Karlsruhe fue exiguo.
El técnico diría años después:
“Ibamos en un Fórmula Uno y los demás en un fitito”.
Esas dos finales tuvieron una particularidad. La primera se desarrolló antes del Mundial ‘78 y la segunda después, el 1º de agosto. Serían las últimas disputadas por un equipo argentino con el viejo sistema y antes de la mudanza a Japón, gracias al apoyo económico de la automotriz Toyota, la misma que acaba de comenzar la construcción de una nueva planta en San Antonio, el corazón de Texas y donde brilla Manu Ginobili en los Spurs.
Las finales samurais
Corría 1980. Nottingham Forest de Inglaterra y Nacional de Uruguay eran los dos campeones en sus respectivos continentes. Los dirigentes del club sudamericano tuvieron que iniciar gestiones para disputar la Copa, y obtuvieron una ayuda invalorable. La Federación Japonesa de Fútbol, que intentaba promocionar el fútbol en su país, la empresa West Nally –especializada en eventos–, que respaldó la iniciativa, y el decisivo patrocinio económico de Toyota, hicieron que ese año la Intercontinental se trasladara a Tokio. “El fútbol de América y el de Europa tienen que agradecer a la Federación Japonesa de Fútbol, a la empresa Toyota y al pueblo japonés, su intervención conjunta para integrar el fenómeno de repercusión que hoy significa la Copa, un acontecimiento inolvidable en el que, televisión mediante, participa toda la población del mundo”, sostiene la Confederación Sudamericana de Fútbol en su libro sobre la historia de la Copa Libertadores de América publicado en febrero de 1990. El torneo sudamericano también heredó el nombre de la automotriz nipona.
Las primeras cinco Intercontinentales disputadas en Japón quedaron en las vitrinas de clubes de este continente, incluida la que obtuvo por segunda vez Independiente en el ‘84, conducido por José Omar Pastoriza. Argentinos Juniors la jugó al año siguiente frente a la Juventus, pero no pudo llevársela en la que es recordada como la mejor de todas las finales jugadas hasta hoy. El partido y su alargue terminaron 2-2; en la serie de tiros desde el punto del penal los italianos, guiados por el francés Michel Platini, se impusieron 6-4. En 1986, cuando la selección nacional conquistó el título mundial en México, el fútbol argentino redondeó una temporada inolvidable: River, que esa misma temporada había obtenido la Libertadores por primera vez en su historia, también le ganó en Tokio al Steaeaua Bucarest de Rumania por 1-0 con un gol de Antonio Alzamendi. Aunque no pudo repetir diez años después contra la poderosa Juventus, conducido por Ramón Díaz y con Marcelo Salas increíblemente sentado en el banco.
En la década del ‘90 y en lo poco que ha transcurrido hasta ahora del siglo XXI, a excepción de aquella final perdida por River, las cuatro restantes que jugaron equipos nacionales tuvieron siempre como protagonista a un mismo director técnico. Un hombre que ha ganado más que todos en el fútbol argentino, con Vélez primero y con un Boca hegemónico en los últimos seis años: Carlos Bianchi. En 1994 llevó al club donde se formó como jugador al título mundial. Con José Luis Chilavert como líder dentro
de la cancha, se sacó de encima al Milan con un 2-0 tan concluyente como inesperado para los augures futbolísticos.
Qué más se puede agregar de las finales disputadas por Boca que sus simpatizantes no sepan, hipnotizados frente al televisor, con varias horas de insomnio y en vísperas de un ritual que se cumple por tercera vez en cuatro años. Pasaron el Real Madrid (victoria 2-1) y el Bayern Munich (derrota 1-0), pero no la mística y el estilo con los que Bianchi y sus equipos ganaron tanto en tan poco tiempo. También pasó Tokio –ahora se juega en Yokohama–, millones de espectadores vieron por TV veintitrés Copas Toyota (sin contar la de hoy) y decenas de automóviles se entregaron a la figura de cada partido.
La historia de ese trofeo del nombre tan largo, siempre más valorado en estas tierras que en la opulenta Europa futbolística, ayudó a desarrollar el fútbol en un mercado tan apetecido como el japonés. Ahora resta esperar cambios que, mundial de clubes mediante, quizá vuelvan a mudar la Intercontinental a otro sitio. Porque el fútbol es un gran negocio para ser un deporte –sostiene el pensamiento dominante– y allí donde va la plata, debe rodar la pelota.

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