DEPORTES › A CUARENTA AÑOS DE LA MUERTE DE OSCAR “RINGO” BONAVENA
Más allá de su carrera, su leyenda convoca porque representa una porteñidad en extinción, una picardía de barrio en desuso, alguien que decía lo que pensaba sin importar las consecuencias.
› Por Daniel Guiñazú
Hubo mejores boxeadores que él. Lo fueron, sin dudas, Monzón, Pascual Pérez, Eduardo Lausse, Locche y unos cuantos más, campeones de verdad y en serio. Pero por esos duendes extraños que se alojan bien adentro de la memoria popular, pocos de esos grandes siguen siendo tan queridos como Oscar Natalio Bonavena. Ringo nunca salió campeón del mundo, siempre perdió la pelea que tenía que ganar y tampoco fue un tipo virtuoso. Pero esas son meras citas de la estadística, puros datos aislados.
El amor, la admiración y el respeto van por otras comarcas. Y por eso, hoy es necesario hacer un alto y recordarlo a 40 años exactos de su muerte sorprendente, el sábado 22 de mayo de 1976, a las puertas del burdel más grande del mundo: el Mustang Ranch de Reno, Nevada, en Estados Unidos. Horas antes de que en Johanesburgo (Sudáfrica), Víctor Emilio Galíndez, bañado en sangre, lograra la más espectacular de sus victorias (y una de las más dramáticas del boxeo argentino) por nocaut en el 15° round ante el estadounidense Richie Kates.
Galíndez vivo y Bonavena muerto produjeron sendos milagros. Fueron multitudinarias, con escasas jornadas de diferencia, la recepción triunfal del campeón del mundo y el velatorio en el Luna Park y el sepelio en la Chacarita del ídolo asesinado allá lejos. La dictadura militar llevaba 60 días extendiendo sus tentáculos mortales por todo el país y nada era más peligroso que la gente saliera a expresarse a la calle. Pero a metros de la Casa Rosada, la euforia y el dolor del pueblo auténtico resultaron imparables. Imposible ordenar el silencio.
Pasaron ya cuarenta años más tarde de aquellas emociones. Y mientras a Galíndez sólo lo recuerda el mundo del boxeo, Ringo les pertenece a todos o casi todos. Bonavena ha trascendido su vida dentro de los encordados y hoy lo recuperan culturas diferentes: su nombre y su leyenda convocan a los viejos, los jóvenes, los tangueros, los rockeros, los murgueros de Parque Patricios (su lugar en el mundo) y hasta las tribus lejanas del heavy metal. Acaso porque representa una porteñidad en extinción, una picardía de barrio en desuso, alguien que decía lo que pensaba sin importarle las consecuencias. O porque a la hora de la verdad, con todo el país mirándolo, puso el cuerpo, fue más allá de su coraje y con tal de ganar, no le importó perder por nocaut.
Hay una noche unánime que explica la idolatría vigente por Bonavena. No fue aquella del 4 de septiembre de 1965, cuando derrotó por puntos a Goyo Peralta, con más de 25 mil personas en el Luna Park y otras 5000 afuera. Tampoco sus 18 peleas restantes en el ring máximo de Corrientes y Bouchard, donde se presentó entre 1965 y 1975. Ringo trepó al podio para siempre el 7 de diciembre de 1970, la noche en la que peleó y perdió por nocaut en el 15° round ante el inigualable Muhammad Alí en el Madison de Nueva York. Y en la que las calles desiertas de Buenos Aires dieron la rara imagen de una ciudad abandonada a la suerte de un espectáculo deportivo impar. Que produjo uno de los ratings más masivos de la televisión argentina de todos los tiempos: 79,1. Muchos se imantaron delante de las pantallas de Canal 13 esperando que el soberbio Alí despedazara rápidamente al gran bocón nacional, al fanfarrón insoportable, al machista irredimible, al hijo de Doña Dominga, el esposo de Dora y al padre de Adriana y Natalio Oscar. Pero debieron morderse la lengua. Ringo regó el cuadrilátero del Madison con el más corajudo de sudores, lo hizo temblar al gran ex campeón de todos los pesos, hizo vibrar al país como pocas veces antes y después, y sólo se fue a la lona en el último round, después de una de las notables manifestaciones de guapeza y honor deportivo que se hayan visto sobre un cuadrilátero.
Listo. Fue tan grande lo de Bonavena aquella noche que ya no importó el después. Ni sus 15 peleas posteriores, ni las peripecias de una vida turbulenta ni las razones de por qué fue a terminar sus días cerca de un mafioso como Conforte y lejos de una familia a la que quiso (y que lo quiso) con locura. Cuando lo mataron, a los 33 años, Ringo ya había ido y había vuelto, ya lo había hecho todo, lo tenía todo y sabía que la historia le había guardado un lugar. Allí donde está desde hace 40 años. Ganando, por un nocaut eterno, la pelea contra el olvido.
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