DEPORTES
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El ídolo más grande del boxeo
Por Daniel Guiñazú
Nicolino se fue a la misma hora, casi, en que jugaba a levantar en vilo al Luna Park y a Buenos Aires, con el duende travieso de su boxeo irrepetible, allá por los años ’60 y ’70, cuando el deporte y la ciudad lo habían convertido en su ídolo más querido. Porque eso fue Nicolino Locche. Mucho más que un boxeador diferente y un campeón mundial, Nicolino fue un ídolo. El más grande, el más amado de todos los tiempos del boxeo argentino. Su cuerpo y su alma descansan en paz desde ayer en Mendoza. Su leyenda vivirá para siempre.
Si Firpo fue la epopeya de los comienzos, si Justo Suárez fue el prototipo del pibe bueno del barrio, si Gatica fue la polémica y la rebeldía contra un destino ingrato, si Monzón fue el gesto hosco y el poder indestructible, si Ringo Bonavena fue la exuberancia de la guapeza y la fanfarronada, Nicolino (¿quién sería capaz de llamarlo Locche a secas?) fue la sonrisa. La humorada, la picardía de un deporte que no se juega, que es cosa seria porque va la vida detrás de cada trompada que se da y se recibe. Con él, los músculos tensos se ablandaron y las mandíbulas apretadas se aflojaron.
Entre tanto drama, Nicolino le hizo un guiño a la alegría. Tenía la clave para que el boxeo fuera algo que no es: una fiesta, un espectáculo para espíritus sensibles, apto para todo público. Era sencilla: despojarlo de su violencia innata y transformarlo en un arte novedoso e inédito que a nadie antes se le había ocurrido: “El arte de no pegar sin dejarse pegar”, según la definición de Félix Daniel Frascara, prócer del periodismo, especialista de El Gráfico, surgida una noche de 1960 al borde del ring del Luna Park.
El Intocable (mote con que lo bautizó otro periodista de El Gráfico, Piri García) nació a la consideración popular el 29 de junio de 1963. Esa noche (en el Luna, ¿dónde si no?) el brasileño Sebastiao do Nascimento lo corrió 15 rounds por el ring sin poderle aplicar un mísero golpe. Sin embargo, ese hombre escurridizo, el dueño del mayor talento defensivo que se haya contemplado alguna vez en los rings de la Argentina, no se hizo indiscutido hasta después de ganarle a Paul Takeshi Fujii, el título de los welter juniors de la Asociación Mundial, el 12 de diciembre de 1968, en el estadio Kuramae Sumo en Japón.
Quizás esa misma noche Nicolino haya empezado a despedirse del boxeo. Enemigo declarado de cualquier sacrificio, opositor enconado de toda disciplina y responsabilidad, confió en su talento y en sus reflejos para retener su corona y se entrenó cada vez menos. La perdió en 1972. Se fue millonario del boxeo en 1973. Los malos negocios lo hicieron volver en 1975. La magia estaba intacta; el físico ya no. Cuando Nicolino se dio cuenta, dijo adiós antes de que el último papelón ensuciara el idilio y la leyenda. Había realizado 136 combates profesionales, de los cuales había ganado 117, sólo 14 por nocaut. No pegaba ni estampillas.
De allí en más vivió junto a su compañera María Rosa, sus dos hijos Nancy y Nicolino Felipe, y sus nietos, con lo justo, lejos de la miseria, pero también de aquel esplendor. Quien esto escribe recuerda haberlo entrevistado en un modesto departamento de Tapiales y en un bar del microcentro de Buenos Aires, mientras cobraba un sueldo como presunto preparador físico de los agentes de la SIDE. Dos cosas lo asemejaban al Nicolino de siempre: lo poco que le importaba todo, hasta su gloria, y su adicción incontrolable por el cigarrillo, que en los últimos dos años lo privó de hacer algo tan elemental como hablar y respirar.
Un bodeguero mendocino quiso ayudarlo: lanzó una línea de vinos con su nombre y hasta publicó su biografía. Pero Nicolino no respondió: cada día que pasaba tenía menos ganas de vivir. Y así se fue apagando hasta que su corazón y sus pulmones llenos de humo y nicotina abandonaron la pelea. Nacer y morir fue lo único que hizo a Nicolino igual a los otros. En todo lo demás, fue único, diferente. No fue el mejor campeón, pero sí fue el ídolo más grande que tuvo el boxeo. Aquel al que nadie pudo dejar de querer.