Martes, 16 de septiembre de 2008 | Hoy
DEPORTES › OPINIóN
Por Pablo Vignone
Primero fue Sebastián Méndez. El zaguero de San Lorenzo le sacudió un patadón criminal al colombiano Radamel Falcao, suficientemente censurable sin necesidad de que una semana más tarde, cuando ya no podía alegarse emoción violenta o calentura típica de un clásico, el defensor pretendiera sacar chapa de falso guapo alegando que “si quería romperlo, lo rompía”, con total desprecio por la humanidad de un colega.
Luego, una vez más el Gato Sessa, el jugador con menos jugadores del fútbol argentino. Dueño de un incalificable pedigrí, volvió a las andadas el fin de semana aplicándole un cabezazo a Gabriel Hauche, delantero de Argentinos, por el cual ni siquiera fue amonestado. La exasperación de Sessa en cualquier cancha es una invitación al fastidio.
A continuación, la patoteada de Ricardo Caruso Lombardi, el ex entrenador de Newell’s que reaccionó como un abanderado de la Cosa Nostra frente a unas durísimas acusaciones de sus ex jugadores. “Que no me jodan porque los voy a partir en cuatro... Tengo tres balas, y si me siguen jodiendo los voy a buscar y se las pego en la frente.” Inaceptable, inexcusable, impresentable.
Por último, Guillermo Rodríguez. Gesto desafiante, acusatorio, tribunero. Luego, la ridícula agresión.
¿Es simplemente casualidad tanto flujo de violencia por parte de los verdaderos protagonistas del fútbol? ¿O es el producto del estado de cosas inmediato, en el que el éxito es un hilo delgado que cruza de extremo a extremo y sin red sobre un indecoroso sentimiento de intolerancia que impide aceptar la derrota, el revés, la poca fortuna? ¿Cuál es el mensaje que llega desde el césped? ¿Por qué no paran la mano, muchachos?
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