DEPORTES • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Fernando Cibeira
“Tranquilizame, pa”, le pido a mi viejo antes de salir para la cancha. Como si pudiera. Hace más de diez años que no mira los partidos en directo por miedo a la presión. “No doy vaticinios, que ganen como sea”, me responde, apenas le sale la voz. Su asiento de vitalicio irá a parar a mi hijo de diez años, con lo que se convertirá en el vitalicio más joven del mundo. Me recuerdo a su edad, en otras jornadas futboleras de frío como la de ayer, sentado en una fila de hinchas quejosos del sector Bodas de Oro, en el Viejo Gasómetro. Allí vi algunas jornadas gloriosas, pero también varias de pena. Ser testigo de cómo un grupo de personas –inefable mezcla de corruptos e incompetentes– consiguió quebrar al club, dejarlo sin estadio y mandarlo al descenso. Una saga que luego repetirían otros equipos grandes e incluso el país, lo que podría servir para una tesis sobre lo inseparable del fútbol y de nuestro destino. Mientras manejo hacia el estadio y escucho las bocinas y veo las banderas, pienso en las historias sobre antiguos cracks que nunca vi, como Pontoni y Martino –el preferido del Papa—, el Bambino Veira, el Tucumano Albretch y el Nene Sanfilippo, con otros que sí disfruté, como el Lobo Fischer, el Ratón Ayala, el Gringo Scotta y el Cordero Telch, y que increíblemente ninguno de ellos consiguió lo que estos muchachos del Patón Bauza consiguieron esta noche, ser campeones de América. En buena medida es gracias a la dirigencia que rescató el club hace dos años cuando estaba a punto de repetir la historia, ya en forma de tragicomedia. Lo injusto es que un grupo de personas puedan jugar así con el sentimiento de tantos, sólo para llenarse un poco más los bolsillos. Como un estúpido, pasé todo el día al filo del desborde emotivo. La pasión por el fútbol es irracional. ¿Qué sentido tiene que Viggo Mortensen suba a recibir un premio envuelto en la bandera de San Lorenzo? ¿O que Francisco le haya dicho a su secretario: “Es una noche especial” ayer antes de viajar a Corea? No es sólo la camiseta, es también la infancia, el barrio, el colegio, los amigos, la familia. Un hilo que puede unir al abuelo, al hijo y al nieto. Le aviso a mi hijo que abra bien los ojos porque es muy afortunado, no es algo a lo que los sufridos cuervos estemos acostumbrados. Ya tiene la promesa del abuelo de que él también será dueño de un metro cuadrado de ese proyecto/ilusión para levantar de nuevo el estadio perdido. Ojalá se haga realidad. Entonces tal vez haya alguien que en el futuro escriba sobre sus recuerdos de niño, chupando frío en una platea sobre avenida La Plata, y todo vuelva a empezar. Y así el hilo no se corta.
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